Tuve una relación de casi ocho años que terminó hace dos. A él lo conocí cuando estaba estudiando. Yo en ese tiempo ya era madre de un niño pequeño y vivía sola con él en una ciudad de la quinta región; me había instalado allí para estudiar.
Él era un hombre varios años mayor que yo, muy encantador. O al menos así se mostraba. Así que me sentí muy enamorada y al poco tiempo de relación, comenzamos a vivir juntos: él, mi hijo y yo.
Una vez que terminé mis estudios y comencé a trabajar, nos trasladamos los tres a Santiago. Allí encontré un buen trabajo, me comenzó a ir bien. Pero él, por su edad y el rubro al que se dedicaba, se comenzó a quedar sin trabajo. Así fue como empecé a asumir cargas que no me correspondían, como la pensión alimenticia de su hija o el 80% de los gastos de la casa. Pero no lo hacía de mala gana. Veía que él estaba mal, se encargaba todo el tiempo de demostrarlo, y yo, pensaba que ser pareja consistía en eso, en apoyar al otro en los momentos malos.
Pero luego todas estas “ayudas” que le hacía, se transformaron en una obligación para mí. Comenzaron los chantajes emocionales, me decía que estaba mal, que se iba a matar. Yo cada día me postergué más. Dejé de comprarme cosas para mí.
En ese tiempo no era capaz de ver que esto estaba mal. Normalicé el hecho de que fuera yo la que tuviera que hacerse cargo de la vida de ambos. Al punto, que en un momento mi trabajo ya no estuvo tan bien, y comencé a endeudarme para mantener los gastos. Me metí en un loop de deudas interminable, no pude pagar el arriendo y comencé a colapsar, porque veía que este era un problema mío, no de él.
En paralelo comenzó también la violencia psicológica, física y sexual. Y aunque traté de salir de esa relación, no pude. Me sentía atrapada porque él siempre me hizo creer que ser pareja consistía en estar con el otro en las buenas y en las malas. Era muy manipulador.
Cada vez que vivía una situación angustiante, respiraba profundo y seguía. Pero mi cuerpo se comenzó a resentir.
La primera señal fueron las crisis de pánico. Prefería caminar miles de cuadras antes de tomar el metro, me daba miedo el encierro. Pero después pasaron otras cosas; mi cuerpo se comenzó a hinchar, y durante varias semanas no pude comer, porque si lo hacía, vomitaba.
Un día viernes me acosté muy cansada y al día siguiente en la mañana cuando me quise levantar, no pude hacerlo. No podía caminar.
Me dió una baja de potasio extrema, sufrí hipocalcemia, llegué al hospital grave, tanto que el médico le dijo a mi madre –que fue la que literalmente me rescató de mi casa y de ese hombre– que si se hubiera demorado un día más en llevarme, estaría muerta. Me dieron dos paros cardíacos mientras estaba en el hospital, presenté problemas en mis riñones y me costó tiempo volver a caminar.
Todo el equipo médico que me vio me dijo que todo esto me pasó porque mi cuerpo somatizó todo el estrés y el miedo que viví durante ese tiempo. De hecho el psiquiatra me dijo: “en palabras simples, tu cuerpo explotó”.
Incluso una vez que salí del hospital, después de varias semanas, y comencé una terapia, me costó mucho sacar todas las emociones. Las tres primeras sesiones con la psiquiatra no pude hablar, menos llorar. Me costó mucho verbalizar todo lo que sentía, y ahí entendí que siempre había sido así, que desde que partió esa relación hasta que terminé hospitalizada, nunca pedí ayuda, nunca hablé, sólo intenté respirar profundo y seguir.
Hasta el día de hoy sigo viviendo con mi mamá. Nunca más volví a ver a mi ex pareja. He tenido un proceso largo de recuperación física y emocional.
Mi mayor aprendizaje es que el hecho de no poner atención en mis emociones me hizo somatizar y casi me costó la vida. Verbalizar lo que sentía era un desafío que evité durante demasiado tiempo. Respiraba profundo y seguía, como si eso fuera suficiente para mantenerme a flote. Pero mi cuerpo finalmente alzó la voz.
Ahora, en este proceso de recuperación, he aprendido a honrar mis emociones, a escucharlas con compasión y a no ignorarlas en aras de la supuesta fortaleza. He entendido que ponerme a mí misma en primer lugar no es egoísmo, sino una necesidad vital. No puedo cuidar de los demás si no me cuido a mí misma primero.