A los 40 años, viví un despertar sexual que nunca había imaginado. Lo que comenzó como una simple curiosidad, se transformó en una necesidad de exploración y autoconocimiento, especialmente considerando que mi esposo, con quien llevaba 20 años, había sido mi única pareja sexual.

Llevaba años con un diagnóstico de fibromialgia. Aunque pasé por distintos médicos y tratamientos, los dolores persistían, y la angustia por vivir así, mucha veces sin poder levantarme, se volvió insoportable. Uno de los tantos médicos que consulté me sugirió que el origen de mis dolores podría ser psicológico y me recomendó terapias alternativas, como hipnosis o programación neurolingüística (PNL). En ese momento, no consideré su consejo. Sin embargo, un par de años después, encontré en Instagram a una psicóloga holística que ofrecía ese tipo de terapias, y decidí intentarlo.

Aquella terapia no terminó con mis dolores físicos, pero sí me ayudó a sacar a la luz heridas y traumas de la infancia, lo que explicaba muchas de mis inseguridades, timidez y baja autoestima. No fue hasta entonces que comencé a ver mi vida, y mi sexualidad, de otra manera.

Antes de esta terapia, nunca había sentido curiosidad por el sexo. En mis 20 años de matrimonio, lo veía como algo accesorio en la relación de pareja, donde el vínculo sentimental era lo primordial. No le daba demasiada importancia, y simplemente, lo aceptaba como parte de la rutina. Pero todo cambió cuando me decidí a explorar lo que hasta entonces había sido un territorio desconocido para mí.

Mi curiosidad me llevó a crear una cuenta en una aplicación de citas, como si fuera un juego. No tenía nada que esconder ni que mostrar, siempre había sido muy pudorosa. Mi perfil era casi como un currículum: mi foto, nombre real, profesión –ingeniera– y, con total honestidad, mi estado civil: casada. Lo curioso fue que ese último detalle fue el gancho que atrajo una avalancha de ‘matches’. Imagino que muchos lo vieron como una señal de que estaba buscando diversión inmediata y sin compromiso. En menos de 12 horas, cerré la cuenta, satisfecha por haber saciado mi curiosidad y con el ego inflado.

Sin embargo, los días que siguieron no podía dejar de pensar en lo fácil que había sido conectar con otras personas y en lo adictivo que resultaba tener acceso a ese catálogo infinito de hombres. Así que, volví, pero esta vez con un perfil oculto y un objetivo claro: concretar. Quería sentir otro cuerpo y despejar las dudas sobre mi sexualidad y cómo la había vivido hasta entonces.

Lo que no esperaba es que esta experiencia se transformara en una especie de adicción, una doble vida que mantuve durante casi un año. Disfruté de cada encuentro, cada persona, con una entrega absoluta, libre de pudor y prejuicios. Fue como redescubrirme, reencontrarme con mi cuerpo. Antes lo había visto como algo puramente funcional, pero ahora lo apreciaba. Todos los vínculos los generaba en torno al placer, al disfrute netamente carnal, sentía que estaba en un aprendizaje y que tenía que experimentar y disfrutar todas las sensaciones posibles. Mi cuerpo, que había sido el mismo desde la adolescencia, ahora me permitía coquetear, seducir y generar deseo, algo completamente nuevo para mí.

Hubo momentos en los que intenté ponerle fin a esa vida paralela, pero cada vez que lo intentaba, sentía ansiedad y angustia por dejar ir esa nueva parte de mí. Volvía a crear perfiles en las aplicaciones, buscando esa emoción exquisita que me provocaban los coqueteos con desconocidos, el sexting, las citas clandestinas y el riesgo. Lo más embriagante era el “poder” que sentía al generar todas esas sensaciones.

Mi relación con mi cuerpo también cambió profundamente. Dejé de sentir pudor por la desnudez y de mirarme de forma crítica frente al espejo. Lo que antes consideraba defectos, simplemente desapareció. Me veía perfecta, cada parte de mi cuerpo la sentía viva y capaz de generar deseo y placer. Ya no me percibía solo como un ser intelectual o emocional; había descubierto una nueva dimensión de mí misma: la erótica. Y eso me hacía sentir plena.

Cuando miro atrás, no me siento culpable. Veo este proceso como algo necesario, una autoterapia que me permitió disfrutar de sensaciones infinitas. Siento que merecía liberar mi cuerpo. Aunque me hubiera gustado haberlo vivido antes, sé que no habría sido lo mismo. La madurez y la conciencia que tengo ahora me permitieron ese goce absoluto.

Por supuesto, este despertar también me ha llevado a replantearme otros aspectos de mi vida, como mi matrimonio. El vínculo sentimental que tengo con mi marido ya no parece suficiente, aunque me cuesta dejar la racionalidad de lado. Me convenzo de que quizás estoy sobrevalorando lo sexual, pero no puedo ignorar que ya no soy la misma de antes.

No he compartido esta experiencia con nadie cercano. El miedo a ser juzgada o incomprendida me supera. Sin embargo, después de un año de exploración, mi relación con el sexo y la intimidad ha cambiado para siempre. Aún estoy en el proceso de descubrir qué significa esto para mi vida de pareja y para mí misma. Pero una cosa es segura: ya no veo el placer ni mi cuerpo del mismo modo. Me siento más libre, más viva y más consciente de quién soy realmente.

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* María José es lectora de Paula. No es su nombre real, decidió cambiarlo para resguardar su identidad. Si como ella tienes una historia de amor que contar, escríbenos a hola@paula.cl.