“Hace unos días mi hijo mayor cumplió diez años. Nació un lunes en la mañana, pero yo rompí bolsa caminando en círculos por una plaza el domingo por la tarde. Me acuerdo de todo ese día; de la alegría, del miedo, de mi mamá abrazándome contenta, de mi marido nervioso y feliz, de la tina caliente y la luz tenue, y de los ojos verdes de la matrona que apretaba con fuerza mi cuerpo anestesiado. Tienes que soltarlo, me decía, sumando culpa a las catorce horas de contracciones que ya llevaba. Me dolió ese parto, me dolió por mucho tiempo. Lo escribí y lo lloré con mi niño en brazos, colgando de mis pechugas, las que no soltó, hasta los dos años.
Hay un antes y un después en la vida de una mujer que se convierte en madre. Porque la maternidad es algo que se instala y se vive cada día, sin tregua. No se termina cuando se termina la lactancia, ni cuando duermen de corrido, ni cuando van al baño solos. No se termina nunca. Desde que nacen, pensamos en nuestros hijos constantemente. Planificamos, organizamos, ideamos, ordenamos: sus piezas, sus almuerzos, sus cumpleaños. Hacemos guardia a la fiebre, los llevamos al colegio, al dentista, al partido, a la prueba. Nos alegramos con sus logros, nos angustiamos cuando les va mal y la vida les es difícil. Da lo mismo si tienen cinco o quince o veinte, porque aprendimos a vivir así, en permanente maternidad.
Yo ya llevo diez años en este estado. Tengo un hijo al que conozco bien. Es alegre, curioso, observador de la naturaleza, de buena memoria y muy preciso con las palabras, hábil con las manos para todas las artes. Su voz todavía es la de un niño, su cuerpo se ha alargado, pero si lo miro bien, su rostro sigue siendo el de la guagüita que colgaba de mi pecho. No hay indicios de bigotes, aunque de vez en cuando, unas suaves oleadas de olores nuevos me recuerdan el adolescente que se avecina.
Y aunque está lleno de blogs, chats y columnas de maternidad, poco y nada se habla de la infancia a los diez. Pareciera que en diez años madres e hijos ya sabemos cómo funciona la cosa. Y en parte es verdad, es un intermedio, un interludio, antes de que se instale la temida adolescencia. Yo ya no leo blogs de crianza ni busco respuestas en Google, porque he ido acomodando esta maternidad a mi propia forma, a la que hemos creado mi hijo y yo, y a la que se han ido sumando otros embarazos, nuevas experiencias y el inevitable recuerdo de mi propia infancia. Porque yo me acuerdo muy bien de cuando tenía diez, me acuerdo de ese compañero de curso que me gustaba, de mi mejor amiga, de mi pieza, la que seguía con un canasto de Barbies y un baúl de muñecas, con las que ya no jugaba tanto, pero las tenía ahí, porque eran mías y en ese momento no pensaba deshacerme de ellas. Así como no pensaba en lo que vendría porque crecer no estaba entre mis planes y simplemente sucedió.
Escribo mientras miro a mi hijo, juega con palos y piedras en la casa familiar de Osorno. Juega en los mismos pasillos en los que jugaba su padre a los cinco, a los diez, poco a los doce, casi nada a los quince. Jugar es algo cotidiano para él. Juega a correr, juega a la pelota, juega en la mesa con el tenedor, juega cartas, cacho, ajedrez, Exploding Kittens, Dixit. Escucha historias familiares y discute su veracidad, es conversador y es el último en irse a acostar. Tararea canciones de Harry Styles o de Vance Joy, mientras hace panqueques en la cocina y prende el fuego manipulando una sartén caliente sin supervisión alguna. Y no se quema, y sabe hacerlo, y es cuidadoso porque tiene diez. Yo aprendí a hacer arroz a los diez, me enseñó mi abuelo en su casa en Viña del Mar. Prendí la hormilla con una caja de fósforos Copihüe, freí el arroz en el aceite caliente y eché agua de una tetera hirviendo. Nunca me quemé, aprendí bien porque tenía diez. Seguro ustedes andaban en micro, cruzaban calles, cocinaban o cuidaban hermanos chicos. Tener diez es ser menos niño, es ser un poco grande.
A veces pienso que estoy en los descuentos de esta relación. Que el niño dulce que es hoy, un día se convertirá en un adolescente irrespetuoso que no me escuchará, que pegará portazos porque no lo dejé ir a esa fiesta o me mentirá para irse con sus amigos lejos de mí. Y todo eso me da miedo, porque este mundo está lleno de gente y hay tanta gente mala, y yo quiero cuidarlo. Lo veo cada vez más grande, independiente, cuestionándolo todo y siento que algo se me escapa y es como parirlo otra vez. Veo el tiempo volar y quiero darle todo, decirle todo, advertirle todo, para que la vida no le pese y no le duela. Y mientras pienso en todo eso y viajo mentalmente anteponiéndome a futuros conflictos, él me espera acostado, leyendo Los futbolísimos o Harry Potter o Peter Pan, y me pide que le lea un poco. Y como siempre, yo me meto a su cama y leo, entre legos y autitos, hasta que se queda dormido”.
Alejandra es diseñadora e ilustradora. Tiene 42 años.