Una de las cosas que las mamás aprendimos durante la pandemia fue a dejar ir. Dejar que el living se convirtiera en parque de entretenciones, olvidar los horarios, permitir días enteros e pijama y, por supuesto, nos tuvimos que relajar con la alimentación familiar. La falta de tiempo ye energía para preparar un menú variado durante la cuarentena llevó a que muchos niños pasaran semanas comiendo fideos, arroz, salchichas y pollo apanado. Y aunque entendible dado el contexto, actualmente esas familias están viendo como los más chicos no logran mejorar sus hábitos ni aceptan nuevos alimentos.

Esto es especialmente difícil cuando los niños y niñas en cuestión tienen entre uno y tres años, pues están aprendiendo a comer y a formar rutinas y una relación sana en torno a la alimentación. Entonces ahora, mamás y papás sufren intentando hacer que coman al menos una cucharada de lentejas o que dejen de separar la zanahoria en la salsa de tomates.

Y peor ahora, que las cuarentenas están terminando -al menos de momento- y podemos ver con precauciones a más personas. Porque luego de estar un año convenciéndonos de que estaba bien dejar que los niños comieran lo que quisieran durante la pandemia, ahora escuchamos a familiares juzgarnos por no ser más “mano dura”, o por ser negligentes en torno a la alimentación de los niños. “Está flaco”, “no le están llegando vitaminas”, “se va a enfermar”, o incluso “tienes que obligarlo a comer”, son algunas de las palabras que se repiten.

Y claro, les hace sentido, porque hace 30 años, cuando las niñas éramos nosotras, sí nos sentaban todo el día frente al plato de carbonada hasta que lo comiéramos, y sí nos obligaban a comer incluso aquello que de verdad no nos gustaba, porque teníamos que aprender a probar de todo.

Entonces, ¿qué hacemos?

Lía Ibarra es terapeuta ocupacional especializada en integración sensorial. Es conocida en redes sociales gracias a su cuenta de Instagram @mi.hijo.no.come, donde entrega recomendaciones a mamás y papás preocupados por los problemas que presentan sus niños y niñas a la hora de comer. “Empecé a hacer un magíster en neuropsicología pediátrica, que tiene que ver con factores internos del desarrollo cognitivo, y la ocupación del niño que más interviene en todos los factores es la alimentación”, cuenta sobre su motivación para dedicarse a esta área.

Lanzó su cuenta en octubre de 2020, no por casualidad. El año pasado llegó a desarmar rutinas familiares, y cuando ya estábamos de a poco saliendo de las cuarentenas los adultos nos dimos cuenta que los niños y niñas no estaban comiendo como creemos que deberían comer y empezamos a consultar a especialistas.

“La rutina es la piedra angular”, dice Lía y agrega: “¿Por qué hoy tenemos niños ‘desregulados’? Porque la pandemia nos hizo perder todas las rutinas, tanto a niños como a adultos. Se perdió el ritmo de vida que se tenía cuando no estábamos todos en casa, en el que los niños iban al jardín, tenían rutinas de sueño y una alimentación más estructurada. La rutina permite predictibilidad, saber qué va a pasar después, y por supuesto que una de las primeras recomendaciones que se hacen cuando papás y mamás consultan por la alimentación es tratar de estructurar una rutina que implique la participación del niño”.

No sirve cualquier rutina. Porque por mucho que los horarios estén fijos y no se muevan, tiene que haber una rutina que le sirva específicamente a ese niño o niña. “Por ejemplo, si está jugando feliz y lo sacas del juego para sentarlo en la mesa, no es una rutina adecuada para ese niño, porque va a necesitar pasos intermedios para aproximarse mejor”.

La especialista explica que hay que tener cuidado a la hora de decretar que un niño come bien o mal, porque la alimentación no es lineal ni sigue reglas específicas, necesariamente. “El apetito puede ir variando durante el día con los días y va a depender de la actividad que hagan o incluso de su ánimo”, dice y añade: “Y si hoy un niño come tortilla, y quiere comer tortilla toda la semana pero a la semana siguiente no la quiere ni ver, eso también es esperable y no es un signo de alerta. Lo importante es no dejar de ofrecer un plato solo porque dijo que no”.

Esto último es especialmente importante en el rango etario que va desde los 18 meses a los 6 años: “Están en un boom cognitivo, en el que juegan con este deseo de autonomía y necesidad de contención. Es una lucha interna, donde se niegan porque se pueden negar, porque están probando esa capacidad de manejar o influir en su ambiente”.

Sí podemos enfrentarnos a un problema, no solo en la alimentación, sino que quizás de otra índole, cuando los niños y niñas son muy restrictivos en lo que comen. Por ejemplo, si solo aceptan un tipo de yogurt, de cierto sabor y cierta marca; o un solo tipo de caja de leche de chocolate. O si los fideos solo los comen blancos y de ninguna otra manera. “La alimentación es la punta del iceberg y es el motivo por el que los cuidadores empiezan a consultar, porque bajo esa punta pueden haber muchos factores y flancos por dónde abordar la situación”, dice Lía.

Hay alimentos que a nivel general son más difíciles de incluir en la dieta de los más pequeños, como las verduras y legumbres. Y cuando nuestros hijos e hijas no los aceptan, recordamos nuestra propia infancia y nos sentimos obligadas a forzarlos a probar, o a que terminen el plato aunque lloren y pataleen. Pero según Lía esto sería un gran error.

“Hay procesos fisiológicos que detienen la motivación o tendencia innata a querer probar algo cuando estamos bajo estrés, porque suprimen el apetito, bajan la producción de saliva, enlentecen la digestión y generan toda una confusión interna”, explica y agrega: “Si les damos comida bajo fuerza será contraproducente, porque fisiológicamente no van a querer comer. Un ejemplo que le doy a los adultos es que si están muertos de hambre, van a la cocina y sienten que están entrando a robar, seguramente el hambre va a pasar a tercer plano. De la misma forma un niño estresado no va a querer comer”.

Pero entonces, ¿cómo?

El primer paso, dice Lía, es nunca dejar de ofrecer, aunque digan que no. “En parte, porque están pasando por esa necesidad de decirle que no al adulto, pero también porque efectivamente puede tener desafíos sensoriales o motores con algunos alimentos. Las verduras son difíciles de comer en términos motores, porque son cambiantes. El zapallo italiano que comes hoy probablemente no será igual al de la próxima semana. Y en el caso de las legumbres, cuando las servimos como guiso enfrentamos a los niños a una sorpresa sensorial constante, porque puede aparecer una zanahoria, un arroz, y es muy difícil discriminar qué se está comiendo”.

Para motivarlos a probar, incluso los alimentos que les complican, la clave está en exponerlos a la comida y hacerlos partícipes. Que sepan de dónde viene ese alimento o cómo se preparó ese plato. Que vean las lentejas duras, luego remojando.

Por otro lado, la evidencia apunta a que los niños comerán más y más variado si ven que sus padres comen lo mismo. “Las comidas familiares no implican solo comer todos juntos, sino que comer lo mismo. Si son parte de una mesa donde hay variedad de sabores y colores, ya hay una entrada visual por defecto”, asegura. Y sí, es más trabajoso que sentarlos frente a un plato y esperar que coman, pero es un trabajo importante.

Estamos viviendo las consecuencias de muchos meses en cuarentena, donde los hábitos se desmoronaron y las rutinas desaparecieron. Por eso no hay que desesperarse, sino que enfrentar el proceso de reordenamiento con calma y mucha paciencia.