Era un viernes 16 de diciembre, vivíamos días rápidos e intensos, organizábamos vacaciones, disfrutábamos de celebraciones y quizás también nos quejábamos de cansancio. Fue el día perfecto para que Mateo, de 14 semanas de gestación, empezara a dar señales de una pausa, de un cambio, algo que jamás pensé que pasaría.
Llegué a la clínica con amenaza de aborto por una infección y desde entonces esa pieza en intermedio de maternidad se transformó en nuestro hogar. Fueron tres largos meses de una hospitalización incierta y difícil, pero a la vez de aprendizaje, esperanza, y sobre todo, de paciencia y amor. Amor por esa guagüita que quería luchar y para eso me necesitaba a mí, fuerte y empoderada. Me acuerdo con emoción de cada ecografía, donde lo veíamos creciendo fuerte, decidido a pelearla. Y así fue, todos la peleamos con él. Sus papás, sus dos hermanos mayores (de 4 y 2 años), toda nuestra familia y amigos y un equipo médico insuperable.
Fue exactamente tres meses después, el pasado 16 de marzo, que Mateo decidió nacer por cesárea a sus 28 semanas de gestación y removernos aún más como familia.
Comenzó un camino nuevo y muy, muy desconocido. Nada de lo que nos habían contado para prepararnos era suficiente. Creo que no alcanzan las palabras para entender lo que se vive como papás de un niño prematuro.
Vimos nacer a nuestro pollito de 1,280 kg y 39 cm, le dimos un beso en la frente y quedó en manos de los doctores para seguir aferrado a la vida. Se fue con mi marido a la Neonatología y a mí me informaban sobre su estado. Iba bien, lo estaban conectando al CPAP y preparando para su incubadora. No encuentro las palabras precisas para describir mis sentimientos de ese día. Había algo de alivio, el útero ya no era una casa segura ni cómoda para él, pero el vacío que sentí fue indescriptible. Necesitaba a mi guagua conmigo, contenerlo, abrazarlo, sentirlo calentito. Necesitaba mantenerlo a salvo. Pero no, las circunstancias no lo permitían y eso era lo más doloroso. No sabía cómo se sentía él, si estaba cómodo, si sentía hambre, frío…¿sentiría dolor? Sabía que estaba exigido. Fueron las horas más duras.
Logramos confiar a ojos cerrados en que estaba en la mejores manos y eso nos dio algo de tranquilidad. No nos equivocamos. Nos acompañó en todo momento un equipo maravilloso y muy profesional.
Al día siguiente recién pude ver dónde y cómo estaba Mateo. Le toqué su piel delgadita, lo abracé con mi mano… Fue de los momentos más lindos y difíciles al mismo tiempo. No era agradable entrar a ese lugar. La Neonatología es silenciosa, oscura y muy calurosa. Los protocolos son rígidos. Da una sensación extraña, de incertidumbre constante. Pero hay una paz especial, a la que tratamos de aferrarnos cada minuto y que la dan esas guagüitas valientes.
Todo lo que vino desde ese día en adelante fue milagroso y complejo a la vez. Mateo requería nuestro máximo estado de alerta y entrega. Pero sentíamos miedo y discordancia entre lo que él necesitaba y lo poco que nos dejaban hacer los primeros días para contenerlo: solo lo tocamos desde afuera de la incubadora.
Había muchos temas que aprender, como la alimentación, el peso, las posibles infecciones, los procedimientos, los exámenes, etc. Eran un sinfín de cosas nuevas y una búsqueda constante de equilibrio. Así es como finalmente entramos en un estado de sobrevivencia.
Fueron 71 días de esta experiencia en un mundo paralelo. Extrayendo leche hasta dejar la última gota de mí misma en esa mamadera, porque la extracción podía ser solo dentro de la Neo, de 10 a 19 hrs. ¿Cómo iba a juntar los ml que Mateo tomaba en 24 horas? Pero peor era la idea de que se quedara sin mi leche. Estamos al debe con cambiar ciertas reglas y respetar la naturaleza.
Fueron también meses de sorpresas, de hitos maravillosos. Cuando lo escuché llorar por primera vez, despacito, dentro de la incubadora. Cuando lo vi abrir sus ojitos porque me escuchó entrar, y esperaba para mirarme fijo, quizás dando las gracias, quizás buscando su lugar seguro. Cuando me maravillé por verlo respirar y le seguía el ritmo a esos pulmones, que se podían ver a la perfección.
Y hay un momento precioso en este mundo nuevo, un momento en que no le pides más a la vida. Cuando por fin te permiten tomarlo en brazos, acurrucarlo calentito y hacer canguro (me fascina el nombre de este método). Es una instancia de absoluta paz y sincronía. Sentía su peso (que por fin dimensionaba), su temperatura, su piel, su respiración, todo pegado a mí. Y pasaban horas, largas horas saturando como nunca y con sus latidos perfectos. Y es ahí cuando te das cuenta de que ese ES el lugar. No lo es la incubadora, no lo es la cuna, no lo es nada nuevo que puedan inventar. El lugar por excelencia para mi Mateo era el cuerpo de su mamá.
Y hay un momento precioso en este mundo nuevo, un momento en que no le pides más a la vida. Cuando por fin te permiten tomarlo en brazos, acurrucarlo calentito y hacer canguro (me fascina el nombre de este método).
Lamentablemente, este método que se basa en el contacto piel con piel entre madre e hijo y que tiene evidencia de organismos internacionales, no es la norma en nuestro país. Yo tuve la suerte de conocerlo y, gracias a mi psiquiatra perinatal, ir más allá y experimentar sus incalculables beneficios tanto para Mateo como para mí, pero esto no debería tratarse de suerte, sino de las bases fundamentales para el bienestar de ambos, por lo que seguiremos luchando para que el cangurito sea la instrucción de entrada a la Neonatología en todos los hospitales y clínicas del país.
Luego tocaba dejarlo, el minuto que no quería que llegara. Siempre tratando de que estuviera dormido, ojalá muy profundo y cómodo, para que no se diera cuenta de que me fui (o eso prefería creer). Y esperar que pasara rápido el tiempo para poder llamar a las 23:00 hrs, después de la entrega de turno, para saber cómo había estado las últimas horas desde que dejamos de verlo, donde todo podía pasar, todo podía cambiar. Pero lograba no caer en la desesperación absoluta al final de cada día intenso. Lo lograba gracias a mi red de apoyo excepcional, a mi marido fuerte para contenerme y contenernos; y a mis dos niños esperándome en la casa con sus sonrisas y besos capaces de sanar todo tipo de penas y preocupaciones.
Qué mundo paralelo tan desconocido, tan frágil y tan fuerte a la vez, que, con todo, nos enseñó a amar de forma incondicional y nos permitió tener hoy en nuestros brazos a un niño maravilloso y especial. Con su mirada expresiva y profunda y su sonrisa preciosa, nos recuerda todos los días que él viene a algo grande, muy grande.
Y no dejo de admirar a todas esas personas increíbles que trabajan para ayudar a estos pequeños guerreros a cumplir su misión y en quienes confiamos a ojos cerrados para ser mamás y papás suplentes, mientras nosotros reconocíamos nuestra nueva vida también afuera, una vida que ya cambiaba para siempre. Y es que no podía ser distinto. Hoy somos una familia fortalecida, un matrimonio resiliente y tres niños de una bondad infinita.