María José Fernández (37) dice que jamás pensó que su mejor medicina sería el amor de un perro. Nació y creció en Santiago, siempre disfrutó del deporte y, desde pequeña, se relacionó con el arte, la poesía y disciplinas como el patinaje y el voleibol. “Me encantaba nadar, hacer piruetas y bailar. Recuerdo sentirme fuerte, ágil y creativa. De grande, quería ser trapecista y poeta”, cuenta.
Sin embargo, a los 10 años, esa sensación de fortaleza se esfumó. “Estaba bailando en mi pieza cuando, de pronto, mi rodilla simplemente se salió de lugar. El miedo y el dolor me quedaron grabados. Desde entonces comenzó un ciclo interminable de visitas al médico, radiografías y tratamientos. El crecimiento, mi hiperlaxitud articular y los deportes que practicaba fueron una mezcla letal”, relata. Así, la luxación de rodillas se repitió varias veces, obligándola a acostumbrarse al yeso, bastones y terapia kinesiológica.
El sueño de ser trapecista quedó atrás, pero se quedó con la poesía y, al salir del colegio, estudió Teatro y Performance vocal, una profesión que, dice, le ha servido para vivir cada día.
A los 29 años, tras una cirugía de rodilla, se fue a Australia con una visa Work and Holiday. Tenía un plan, pero su cuerpo decidió otra cosa: al cabo de dos años, sus rodillas colapsaron, todo su tren inferior se volvió rígido, se inflamó y no pudo dar, literalmente, un paso más. “De la máxima independencia y aventura, pasé a estar mirando el techo con un dolor insoportable. Me realinearon las piernas, y ahí estaba yo, con el fémur quebrado, placas, tornillos y sin poder moverme”, cuenta.
Siguieron cuatro cirugías, muchísimo dolor y, también, una profunda depresión. “Bajé mucho de peso, me sentía gris y tenía una sensación constante de desesperanza”, reconoce. Incluso, en algún momento, pensó que no le importaba estar viva o muerta. “No quería morir, pero tampoco sabía cómo quedarme”, confiesa.
En marzo de 2021, cuando el dolor no cedía con nada, se cambió de departamento y decidió adoptar un perro. No sabe por qué, si siempre le gustaron más los gatos. Pero cuando se lo comentó a su psicóloga, ella le dijo que era buena idea. “Me recomendó adoptar a un perro de tamaño pequeño y adulto. Pero, un día, viendo fotos de perros en adopción, se me cruzó Otto, un cachorro que sufrió mucho maltrato. Lo vi y me enamoré. Era más bien mediano-grande y no llegaba al año de edad”, cuenta. “Cuando lo trajeron, entró, olfateó todo nervioso y luego se sentó entre mis piernas y me lamió la mano. Ese día mi vida cambió para siempre”, asegura. A los pocos meses, tras otra cirugía que la dejó en cama, Otto, siendo aún cachorro, no se separó de ella. “Fue mi mejor enfermero, amigo y contención”.
Hoy María José asegura que Otto la salvó. “Día a día me devolvió las ganas de vivir. Gracias a él volví a caminar. Él también tenía sus problemas, era muy reactivo por miedo, y no confiaba en nadie. Ambos nos apoyamos y sanamos juntos. Kinesiología para mí, etóloga para él”, dice sonriendo.
A los pocos meses adoptó a Oli, una perrita de dos meses, para que Otto tuviera compañía, pero Oli murió a los cuatro meses por una falla congénita. “Fue triste, pero nos enseñó a expandir el corazón, a agradecer el presente y seguir adelante. También abrió el camino para que llegara la Loba, una cachorra que ahora es la hermana de Otto”.
En 2022, vivían en Lastarria, pero la ciudad no ayudaba a la reactividad de Otto. “Mi mamá llevaba años diciéndome que probara vivir en provincia, y finalmente me decidí. Fue gracias a mis perros que tomé la determinación de salir de Santiago, sentía que ellos necesitaban otro entorno para vivir tranquilos, y sin darme cuenta, también me regalé la oportunidad de probar otra manera de vivir”.
Hoy viven en Cáhuil, rodeados de naturaleza, con espacio para correr y jugar. Todo es más lento y silencioso, y sus dolores crónicos han disminuido.
Hace un año, Salvador, un perro mayor que vagaba por el pueblo, se sumó a la familia. “Lo salvé de un ataque de un perro Akita, y desde ese día no se fue más de mi lado. Cuando cerré el negocio, él me vio pasar en auto, corrió detrás. Al verlo frené, y él se lanzó sobre mí. Así que me lo llevé”, dice.
“Ha sido una aventura aprender cómo funciona la mente y las emociones de los perros, entender cómo ellos se relacionan y generan lazos. Tuve que leer varios libros de neurociencia canina para comunicarme mejor con ellos. Hoy tengo una familia-manada, y he aprendido mucho de ellos. Me enseñaron a disfrutar lo simple, a apreciar el presente, a vivir más lento. La desesperanza mutó a un estado de gratitud y temple. Son mis grandes maestros, compañeros y guardianes, pues me ayudaron a sanar y me trajeron al lugar exacto donde tenía que estar”, concluye.