“Era comienzos de los años ‘90 y yo tenía a mi primera hija en un Chile donde el postnatal duraba dos meses y la responsabilidad compartida del cuidado de los niños era algo que no estaba tan instalado. En esos años trabajaba en una fundación que requería que las personas estuviesemos comprometidas con su misión. Por tanto no era una carga laboral normal, yo trabajaba al 160% y si no lo hacía, además me sentía juzgada. Como si no tuviera la camiseta puesta por ellos. En ese contexto me tocó volver de mi posnatal. No tenía red de apoyo para que alguien cercano la pudiera cuidar y mi marido estaba absorto en su trabajo, que también era muy exigente. Me sentía sola en el mundo frente al cuidado de mi hija. No sabía qué hacer, estaba perdida.
Como mi oficina quedaba lejos de mi casa, y para aprovechar la hora que me daban para amamantar, la matriculé en una sala cuna cercana al trabajo. Pensé que eso me iba a permitir estar un poco más tranquila y darle pecho. Pero no tomaba ni una gota de leche. Es que el lugar para la lactancia era el descanso de la escalera del jardín y claramente no era el ambiente adecuado. Además, un día vi que cuando lloraba, nadie la iba a contener. Así que a las tres semanas la saqué de la sala cuna. Y de nuevo, estaba perdida.
De a poco mi vida se transformó en un estrés, corría para todos lados para cumplir con todo. Siempre apurada y sin tiempo para nada, y con presiones sociales ridículas en la cabeza. No era suficiente ser profesional, esposa y mamá. Había que hacer deporte, tener un post título, un postgrado o un magíster. Estaba tratando de ser validada, jugando a la súper mujer. Y es que aparte de la fuerte carga laboral, los estudios y mi hija, quería que todo fuese perfecto para ella: iba a La Vega, a la feria, a las carnicerías y a todas las picadas que tenían lo mejor de lo mejor.
La llegada de mi segunda hija hizo que la situación se volviera insostenible. Mi hermana me puso en contacto con la Ceci, que terminó siendo nuestra nana hasta el día de hoy. Ella era joven y no tenía experiencia, pero confié en que lo intentaría. Se veía muy cariñosa con las niñas y de a poco me fui quedando mucho más tranquila: estaban bien cuidadas y en un ambiente relajado.
Fue ella quien les pudo dar la contención, cariño y tranquilidad que yo y mi marido no les podíamos dar cuando estábamos trabajando. A pesar de eso intenté no ser una madre ausente. Como pude me hice partícipe de lo que ocurría en la casa, como si con la Ceci fuésemos un equipo. Eso me hace sentir que no fui negligente y que, de cierta manera, tuve siempre el control. Pero lo cierto es que a pesar de mi esfuerzo, fue ella la que crió a las niñas.
Hoy mirando en retrospectiva, entiendo mi decisión. Y es que no había nada más que yo pudiera hacer, inmersa en este sistema mercenario que dificulta demasiado la vida familiar, donde además sentía que estaba remando en un bote sola. En mi entorno trabajar, estudiar y criar era lo común, no tenía otro referente. Mis colegas también lo hacían. Todas teníamos hijos, todas teníamos estudios post universitarios, todas teníamos nana. Era una presión intrínseca, como si nos validáramos entre nosotras mismas. Nunca me lo cuestioné y debí haberlo hecho porque hoy día creo que esa plata que gané trabajando tanto no le hace el contrapeso a lo que perdí.
Hace 10 años vivo en Europa y veo cómo lo hacen los padres acá, donde la responsabilidad es compartida entre ambos y los trabajos son más flexibles. Ha sido abismal darse cuenta de la ínfima cantidad y calidad de tiempo que culturalmente le damos a nuestros niños. Acá la mamá y el papá llegan a almorzar a las cuatro de la tarde y comen juntos, todos los días. Cuando veo eso, pienso en que las cosas pudieron haber sido diferentes, pero me convenzo de que eso no fue mi culpa. Fue la sociedad donde crié a mis hijas. En Chile se trabaja mucho y se pierde la perspectiva de qué es lo más importante. ¿En qué cabeza está que tu hijo viene después de la reunión? Yo no lo viví así, pero si pudiera dar un consejo a las madres de ahora sería que no importa lo que diga la sociedad, porque nada te devuelve esos momentos en los que no estuviste presente en la vida de tus hijos”.
Eloísa tiene 54 años.