Este martes 3 de diciembre se cumplió un mes de la muerte de mi única hija, Sofía, una niña valiente y luchona, que vivió 72 días.
La vida de la Sofi fue breve, pero llena de colores, como la gama de un arcoíris. A las 25 semanas de gestación nos informaron que venía con un problema cardiaco y fue la primera vez que escuché hablar de la afección Tetralogía de Fallot. Nuestro doctor también nos dijo que no estaba creciendo al ritmo que correspondía y que yo tenía que hacer reposo hasta su nacimiento, lo que ocurrió a la semana 37.
Sentí miedo. Ya habíamos perdido dos guagüitas en gestación y en este caso Sofía había sido nuestro “mejor” embrión tras dos procesos in vitro ¿Por qué estábamos viviendo esto? Sentí desolación cuando nos dijeron que se podía deber a una patología genética grave, de las llamadas “enfermedades raras”, de esas que les pasan a otras personas.
Recé, invoqué a los ángeles y a los santos populares y les prendí velas todas las semanas. Pero las consultas médicas seguían siendo igual de difíciles y nuestra hija no aumentaba mucho de peso. Antes de los 7 meses nos dijeron que, al ritmo de su crecimiento, la expectativa para el parto no superaba los 1.600 gramos. Me derrumbé.
Sin embargo, después de algunos días de mucha rabia, mi corazón entendió lo que no había entendido hasta ese momento: No tenía control de nada de lo que estaba pasando ni de lo que iba a pasar. Y esa única certeza fue un regalo porque empecé a vivir a mi hija desde otro lugar, a disfrutar sus movimientos en mi vientre durante las mañanas, a ponerle música por las tardes, y a decirle que todo estaría bien.
Sofita finalmente y contra todo pronóstico nació con 2.200 gramos. Una semana más tarde supimos que tenía una enfermedad poco frecuente llamada Smith Lemli Opitz, de la que no hay muchos registros en Chile. “Un niño cada 100 mil nacimientos” o “su hija necesitará acompañamiento de por vida” fueron algunas de las frases que escuchamos de la genetista, que nos explicó que es una condición hereditaria producto de un gen recesivo mío que se unió a la misma variante recesiva de mi marido.
De ahí en más vinieron exámenes, nuevos diagnósticos y mucha información médica que cambiaba día a día y que, por cierto, era escasamente alentadora respecto de la salud de nuestra pequeña. Pero al mismo tiempo y con una fuerza imparable vino una avalancha de amor hacia ella y, por ende, hacia nosotros. A pesar de las restricciones, la clínica siempre estaba llena de visitantes, familiares, amigos y cercanos que querían acompañarla y acompañarnos. Estamos seguros que fue ese amor el que le dio algunos días más de vida.
El 3 de noviembre pasado, después de 4 días en hospitalización domiciliaria, tras compartir al aire libre con sus hermanos y sobrinos; celebrar el cumpleaños de uno de sus tíos y escuchar una canción hecha especialmente para ella, Sofía nos dejó. Se fue lentamente, nos pudimos despedir y decirle incontables veces cuánto la amamos, aunque las palabras siempre son insuficientes cuando se trata del amor que sienten los padres hacia sus hijos.
¿Por qué nos tocó vivir esto? Aún lo estamos descifrando. Y aunque tenemos el corazón hecho trizas, sería injusto no reconocer que el paso de Sofita por nuestra vida fue luminoso: Soltó amarras que parecían estar selladas, unió voluntades y personas que estaban alejadas; logró concretar el crecimiento de nuestra familia, que, gracias a ella y por ella, sigue en expansión. La vida de la Sofi fue breve, pero llena de colores, como la gama de un arcoíris.
__
* Carolina Araya tiene 40 años, es periodista y lectora de Revista Paula. Si como ella tienes una historia que compartir, escríbenos a hola@paula.cl ¡Queremos leerte!