Después de una separación inesperada, hoy puedo reconocer que no fue tan dolorosa como podría haberse esperado después de 15 años de matrimonio. La separación me ha llevado a estar disponible nuevamente en el mercado amoroso, uno que después de más de una década, obviamente ha experimentado cambios.
Como en todas las áreas de la vida, las redes sociales también han invadido este espacio de encuentro. Antes de casarme, lo más parecido a una cita online que conocí, podrían haber sido esos anuncios para buscar pareja que se publicaban en los medios escritos en rectángulos de 5x3 cms: ‘Mujer honesta busca caballero bien parecido, sin vicios y con buen pasar económico, para entablar una relación seria y duradera. Por favor, los interesados responder a la casilla…’. Pero aquí estoy, pensando cómo explicarle a mi madre e hija que entre mis nuevas aplicaciones de celular, hay una con un cuadrito rojo en degradé, con una llama blanca en el centro.
Decidí probar una aplicación de citas con la esperanza de encontrar a un hombre que me “rescate” de la temida soltería, aunque debo admitir que, en la práctica, lo que buscaba era satisfacer algunas necesidades básicas. A mis 40 años, tanto mi cuerpo como mi mente parecen estar en constante vaivén debido a los cambios hormonales y eso me ha llevado a sentir más deseo que nunca.
Así llegó Jesús a mi vida, como uno de mis primeros match en Tinder. Después de algunos días de conversaciones superficiales por la app, nos dimos el contacto de Whatsapp. “¿Cómo guardo tu contacto? ¿Como ‘Jesús Tinder’ o me das tu apellido?”, le pregunté. No era una pregunta cualquiera, sabía que desde el momento en que me dijera su apellido, tendría algunos valiosos minutos para buscarlo en san Google y así obtener alguna información de él. Es que antes de Jesús, ya había tenido algunas citas que nunca pasaron de un café, las cuales habían sido un verdadero desastre. ¿A qué primeriza en estas aplicaciones no le ha pasado? Ver a su hombre ideal en un par de fotos y, a la hora de ir por un café, encontrarse con un hombre diez años mayor. En esos momentos me daban ganas de sacarme los tacones y salir corriendo, o de haber coordinado con alguna amiga una llamada S.O.S. que me permitiera tener la excusa perfecta para escapar.
Así aprendí que hacer un chequeo previo en Google era una buena idea. Por eso, apenas tuve el apellido de Jesús lo mandé a mi chat de amigas que en menos de cinco minutos ya tenían un perfil completo del sujeto.
– Hola Jesús, por aquí estoy, le dije por Whatsapp.
– ¡Ah, hola! Te demoraste en responder, me escribió de vuelta.
Durante un par de días nuestras conversaciones fueron muy entretenidas. Hasta que un día me pidió una foto de mis pies. Me tomé un par de segundos para reaccionar ante su solicitud. ¿Para qué podría querer una foto de mis pies? Tenía dos opciones: enviar la foto o preguntarle para qué la necesitaba. En fin, me arriesgué y le pregunté cuál era el motivo de tan peculiar solicitud. Su respuesta fue honesta y concreta, como todo en él. Era como un test clasificatorio. Para poder estar con Jesús, necesitaba tener pies bonitos. Sí, tal cual. Prefería salir con una mujer no tan guapa, pero con pies bonitos. No pregunté más, supongo que es una especie de fetiche. Por suerte, los míos eran perfectos.
La pregunta sobre los pies desvió la conversación de una semi romántica a una más erótica y directa, a tal punto que él se ofreció como candidato para satisfacer esas necesidades básicas que se vieron incrementadas por mi vaivén hormonal. Acordamos ir a comer y después a su departamento a consumar nuestras pasiones.
Quedó en pasar a recogerme a mi oficina un viernes a las 18:30, y ahí estaba yo, ansiosa, esperando, cuando sentí que alguien se estacionaba a mi lado: era Jesús en persona, literal, físicamente tan perfecto como lo imaginaba y deseaba. Me abrió la puerta de su último modelo de auto, y desde entonces, me pareció que el tiempo definitivamente voló. La conversación fluyó y después de la comida, pasamos a comprar un chocolate para reponer fuerzas después de consumar nuestro acuerdo.
Subimos a su departamento con una vista maravillosa de la cordillera. El tour completo no estaba incluido para ese día y solo conocí la ruta a su dormitorio. Yo llevaba un vestido largo y holgado y mis mejores tacones, ya que, aparte de guapo, carismático e inteligente, Jesús contaba con una altura que casi lo hacía llegar al cielo, y yo no pretendía dejar entrever tan rápidamente mi metro sesenta y cinco.
Todo lo que pasó después de que llegamos a su departamento lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer. Tengo cada detalle guardado en mi retina: su color de piel bronceado, sus grandes hombros y su maravilloso olor. Este hombre que me había cautivado por completo, ahora dejaba caer mi vestido al suelo, quedando solo con mis tacones y mi ropa interior de encaje blanco.
Quedé de pie frente a él sin saber qué hacer, cómo reaccionar, mal que mal, habían pasado más de 15 años desde que no me encontraba en una situación así. Lo mejor es que me sentí bella y deseada a mis 44 años y él, haciéndole honor a su nombre, me llevó al cielo. Aunque también me dejó perdida entre las nubes porque esa noche todo fue tan insólitamente perfecto, que confieso que por un momento mis sentimientos se confundieron y me ilusioné con la idea de tener algo más. Pero no había sido ese el acuerdo. Jesús se ofreció para satisfacer mis necesidades básicas y lo hizo como Dios manda.
Después de eso volví a creer en las apps de citas y de hecho tuve algunos encuentros que valieron la pena. Sin embargo, ninguno volvió a ser como aquella noche en que –como si de un espejismo se hubiese tratado– conocí al mismísimo Jesús.
*CyN es lectora de Paula y quiso compartir su historia. Si tienes una historia de amor que contar, escríbenos a hola@paula.cl.