La semana pasada, mi hijo de 11 años me mostró un mensaje que una compañera de colegio le había enviado por correo. En él, ella le hacía una suerte de declaración de amor. Digo “una suerte” porque, entre líneas, lo que leí fue la típica confusión inocente de esa edad. Son compañeros desde kínder y siempre han sido muy buenos amigos. El mensaje era precioso y seguramente quedará en sus recuerdos para siempre.
Cuando me mostró el mensaje, mi hijo estaba nervioso. No sabía bien si responder, qué responder, cómo reaccionaría su amiga, ni qué dirían el resto de sus compañeros. Tal como en la película Intensamente, todas las emociones se peleaban en su cerebro intentando tomar el control.
Y ahí estaba yo, a su lado, sin saber mucho qué decir ni hacer. No es que sea cartucha, celosa o que haya ciertos temas de los que me cuesta hablar con mis hijos. Esto tenía que ver con otra cosa: ¿sería yo capaz de contenerlo en ese momento en que las emociones se apoderaban de él? ¿Sería yo capaz de acompañarlo siempre a transitar por sus emociones?
A pesar de mis dudas, me puse en modo: actúa normal. Y es que dicen que es sano e importante que los niños expresen sus sentimientos, especialmente a esta edad en que se acercan a la adolescencia a pasos agigantados. Pero confieso que las preguntas no las tengo resueltas y me muero de susto de no darle los consejos adecuados. No creo que exista un mayor temor para una madre que el sufrimiento de sus hijos.
No hablo solo del “sufrimiento por amor”. Sino que el sufrimiento en todo ámbito. Me muero de pena pensando que un día se sienta triste y yo no me dé cuenta; que esté ansioso y no pueda calmarlo; que se sienta angustiado y no pueda ser su contención. También quisiera estar a su lado cada vez que se emocione, se sienta orgulloso o esté exultante de felicidad.
Pero es un camino arduo. Ser empáticos y escucharlos suelen ser los consejos que uno recibe. También que hay que darles su espacio y validar que a veces no es con nosotros con quienes quieren desahogarse. Entenderlo, ser paciente. Lo difícil es que uno también tiene emociones y no solo relacionadas con ellos. La vida no es fácil y uno tiene que rendir constantemente. ¿Cómo contenerlos cuando ni siquiera nosotros estamos estables? Intento en esos momentos ser un ejemplo: manifestar cómo me siento. En la medida en que nosotros, los adultos, también expresemos nuestras emociones, ya sea que estemos tristes o preocupados, los niños y niñas empiezan a entender automáticamente que está bien sentir. Luego, lo que hagamos con esa emoción es lo que importa, y ahí se deben enseñar estrategias para su manejo.
Ese día con mi hijo hablamos un buen rato. Me dijo que no entendía eso de “gustarse” y le dije que era normal. Que a veces, a esta edad, los niños y niñas confunden sus emociones tal como en Intensamente. Le ofrecí ayuda para pensar en una respuesta y se sintió aliviado. Me gustó porque percibí en él, a pesar de que no entendía muy bien esas emociones, la necesidad de no ser pesado con su amiga.
Cuento esta anécdota como un ejemplo, porque lo cierto es que el día a día está lleno de situaciones como ésta: cuando pierde un partido de fútbol, cuando se pelea con un amigo, cuando le va mal en una evaluación... son tantos –y cada vez más– los momentos en que habrá “alerta de sufrimiento”, que siento que desde ahora en adelante viviré en una constante alerta. Y también estaré a prueba.
El lado bueno: cada pequeño momento se convierte en una oportunidad para aprender juntos, para fortalecer nuestro vínculo y para que él sepa que, sin importar la confusión o el miedo, siempre puede contar conmigo.