Cuando fui mamá por primera vez, viví una maternidad llena de sacrificios. Vivo en el extranjero hace seis años y estar lejos de mi familia y la de mi marido me hizo pasar el embarazo, puerperrio y todos los temores de una primera maternidad sola con mi pareja. Mi hijo Oliver fue un bebé al que le costaba dormir y me tomó tiempo poder amamantarlo sin dolor ni complicaciones. Pasé los dos primeros años de su vida cuidándolo a tiempo completo y postergando mi vida laboral, ya que los jardines infantiles en California son muy costosos.

Tras haber pasado por esto, y al darme cuenta de que estaba embarazada nuevamente, mi primer pensamiento fue: "no estoy preparada". Pero después de pensarlo llegué a la conclusión de que una nunca está preparada para ser madre. Y que el hecho de que ya hubiese caminado por la maternidad una vez, no hacía de la segunda experiencia una más fácil. Mi segundo embarazo, además, tenía otras complicaciones. Mi hija tenía hidrocefalia y un coágulo en su cerebro, diagnósticos que nos dieron tres semanas antes de su nacimiento. Claramente no iba a ser fácil. Cada noche pedía fuerzas para lo que venía, y para poder sostenernos como familia.

Días antes del nacimiento de Nina ya habían comenzado las contracciones y los dolores lumbares eran más fuertes de lo normal, por lo que fui al hospital y me dejaron monitoreada por seis horas. Como no estaba dilatada me conectaron a suero para parar las contracciones y me enviaron a casa. El 6 de marzo —Nina tenía fecha de nacimiento para el 22—, fui a hacerme un ultrasonido al hospital para ver con más detalles el cerebro de mi hija y tener más información de lo que estaba sucediendo. Nunca sospeché que no iba a salir de ahí ese mismo día. Fue como si Nina supiera que estábamos cerca de ayuda médica, que podíamos estar seguras. Ese día mi tapón mucoso se desprendió, lo que hizo que las contracciones comenzaran a ser más y más fuertes. Me puse nerviosa y le dije a mi marido "tenemos que avisarle a alguien o voy a tener a Nina en la sala de espera". Él le comunicó a la enfermera y me bajaron al área de parto, donde me volvieron a conectar al monitor para ver el nivel de mis contracciones. Estuve al menos cuatro horas acostada en una sala compartida donde escuchaba a otras mujeres gritar de dolor, al igual que yo. Intentaba distraerme, pero sentía que me desmayaba cada vez que venía una contracción. Mi marido intentaba ser de ayuda; traía mi bolso, gestionaba que alguien pudiese quedarse con Oliver y veía quién podría cuidar a nuestros perros. Sabíamos que venía el parto, pero no había ninguna certeza respecto de las horas o días en que sucedería.

El día pasó y recién a las siete de la tarde apareció un doctor, uno nuevo, porque el que me había visto un par de veces antes estaba ocupado. Me llevaron con contracciones a hacerme el ultrasonido, donde explicamos que Nina venía con problemas. Ahí fue cuando el doctor nos dijo: "decidan si sale ahora por cesárea o esperamos a que te dilates en las próximas horas o días". Con mi marido lo miramos pidiendo con la mirada un consejo, pero solo recibimos un "decidan ustedes. Yo estaré abajo en una reunión y vuelvo en una hora". Quedamos  desconcertados, pero con plena conciencia de que necesitábamos actuar rápido. Sabíamos que un parto normal podría afectar más la condición de nuestra hija, pues había un riesgo en la presión que el canal vaginal ejercería sobre su cabeza, así que optamos por una cesárea. Cuando pedí la epidural, nuevamente me sorprendí al recibir como respuesta que el anestesista estaba en otra cirugía, por lo que tendría que seguir esperando. Llegó solo 15 minutos antes de la operación.

Mientras estaba recostada en el pabellón, recuerdo cómo los asistentes conversaban de sus vidas, de sus hijos y de a dónde se irían de vacaciones. Yo en ese minuto solo podía pensar "por qué hablan de eso cuando este es nuestro momento, de Nina y mío". Me hubiese gustado que dejaran su charla para después de la operación, que no me ignoraran. Dejaron entrar a mi marido cinco minutos antes, casi junto con el doctor. La cesárea fue rápida, pero me sentí como un animal en la carnicería. Cuando Nina salió, lloramos de emoción al verla. Ella puso su boca en mi piel y fue el comienzo de un amor infinito.

Con Nina pasamos la noche juntas y al día siguiente la trasladaron a la Unidad De Cuidado Intensivo (NICU) de otro hospital. Había que tratarla. Ahí vino el segundo golpe, el segundo trauma. Verla irse de mi lado en una incubadora con cuatro personas que no conocía, fue muy doloroso. Afortunadamente, mi marido estaba ahí y él la acompañó.

La maternidad es un proceso vertiginoso por sí mismo. Y vivir la experiencia de tener una hija con un problema de salud, lo hace aún más difícil. Admiro profundamente a esas madres que desde distintas perspectivas luchan por sus hijos a diario. Afortunadamente, hoy Nina tiene 11 meses, vamos a terapia física tres veces por semana y es una niña feliz que se está recuperando.

Mariana es mamá de Oliver y Nina. Publicista de profesión, ejerce como Life Coach y escritora en Estados Unidos.