Tuve a mi primera hija a los 28 años. Me embaracé a los 27, con un año de matrimonio. Había terminado recién mi Magíster y Rodrigo estaba bien en su trabajo. Parecía un buen momento. No tenía contrato laboral, pero llevaba hartos años boleteando y por suerte me pagaron todo mi pre y mi postnatal. Teníamos muchas ganas de ser padres pronto y la llegada de Allegra fue súper esperada. Rompí fuente a las 37 semanas, el 24 de marzo de 2007. Era el día de mi baby shower y mis amigas se quedaron, literalmente, con toda la decoración y la comida, incluso algunas llegaron a la fiesta pensando que era una broma de la organizadora del magno evento, que como me dijo luego, debió abrir la puerta de su departamento en pijama en varias ocasiones diciendo: “de verdad está en la clínica”. Pese a que me indujeron el parto y estuve 7 horas con contracciones intensísimas cada dos minutos, no me dilaté. Aunque en un principio no quería cesárea y me había preparado mucho con yoga y ejercicios para un parto normal, aun así fue una experiencia maravillosa que recuerdo con mucha emoción.
El día del alta me empecé a sentir muy extraña. Recuerdo que Rodrigo me dejó un momento sola en la habitación para ir a hacer los trámites de salida y la pieza comenzó, literalmente a achicarse, la vista se me nubló y comencé con tercianas. Fue mi primer ataque de pánico. El diagnóstico fue disforia postparto, un término que nunca había escuchado, pero que, según me explicaron, era previo a la depresión. Si me trataba a tiempo, estaría bien en un par de meses y evitaría una condición depresiva que podía extenderse por años. No sentí rechazo por mi guagua, pero levantarme, lavarme los dientes o incluso sonreír se me hacían, a ratos, un esfuerzo enorme. Los ataques de pánico continuaron un par de meses, pero con tratamiento psiquiátrico y el apoyo de mi familia logré superarlos. Volví a trabajar a los 3 meses y fracción de Allegra, (el postnatal en 2007 era cortísimo), pero me hizo muy bien sentirme activa profesionalmente. Además, me contrataron y ascendieron en la pega, pude amamantar a la gorda hasta el año y mi mamá me recomendó una niñera maravillosa para ayudarme en casa.
Soy hija única y desde que tengo memoria quise tener más de un hijo; Rodrigo tiene 4 hermanos, todos súper seguidos, y siempre dijimos que ojalá los nuestros tuvieran unos 2 años de diferencia, para que se acompañaran. Pero no estaba lista. Tras dejar de amamantar, lo conversamos y decidimos que, como la experiencia había sido tan fuerte y yo sentía que recién había recuperado mi cuerpo tras los ocho meses de embarazo y el año de lactancia, no era el momento, que lo intentaríamos más adelante. Pese a cuidarnos, quedé embarazada al año tres meses de Allegra; casi como una profecía, mi segunda hija nacería en marzo de 2009, con exactos dos años de diferencia de su hermana mayor.
Me asusté (y tuve ganas de demandar a la marca de preservativos), pero sentimos que por algo pasaban las cosas. Estábamos más tranquilos laboralmente y nos propusimos seguir adelante. Fue un muy buen embarazo hasta los seis meses. Pese a que preventivamente la psiquiatra me comenzó a tratar a partir de los tres meses, comencé de nuevo con los ataques de pánico, sólo que esta vez con mi guagua adentro. No podía comer (sentía una opresión constante en el pecho), adelgacé mucho; debía cumplir en el trabajo y debía cumplir como mamá de una pequeña que aún no cumplía los 2 años y otra que venía en camino. Me dieron licencia de media jornada, (estar en casa todo el día tampoco parecía una buena idea) y parte del prenatal lo pasé en casa de mis padres, hasta las vacaciones de Rodrigo. Esta vez me costó un poco menos superar la disforia, o quizás fue lo mismo, pero ya sabía que, de alguna manera y en algún momento pasaría, y eso me mantenía con esperanzas en los momentos más duros. Grazia nació el 5 de marzo del 2009.
Pasaron los años, cambios de pega, cesantías, elegir colegio para las enanas, altos y bajos en la relación. Rodrigo sacó su magíster y en 2012, decidida a dedicarme a la docencia, comencé mi doctorado. Fue una locura porque las niñas tenían tres y cinco años, pero se me presentó la oportunidad de una beca interna y luego la Conicyt, así que nos embarcamos. En el proceso me contrataron en dos universidades, tiempo parcial en cada una, lo que me daba una jornada completa. Me doctoré en 2016. Habíamos conversado y pese a que queríamos el “conchito”, decidimos que no habría hijos hasta que terminara mis estudios. En 2017, ya con 37, retomamos las conversaciones y nos dimos cuenta de que las niñas ya estaban grandes, que teníamos independencia para salir los cuatro donde quisiéramos, que nos gustaba mucho viajar, sobre todo dentro de Chile, y que habíamos recuperado nuestra vida de pareja. Yo estaba súper bien en la pega y con muchos proyectos entretenidos. Y una guagua nos haría retroceder en las libertades alcanzadas.
El año pasado, en diciembre, tras el estallido social, comencé a sentirme muy mal. Ya con 41 años y una gran carga laboral (atribuible, según yo, al cierre de semestre), pedí una orden para hacerme exámenes de rutina. Dejé temprano a las niñas en el colegio y antes de partir a la Universidad, pasé por la clínica. No estaban tomando exámenes porque el laboratorio con el que trabajaban había sido saqueado. Al lado había una farmacia, y me estaba aguantando las ganas de orinar, así que, aún no sé bien por qué, pasé a comprar un test de embarazo. Volví a casa y me encerré en el baño. Pasé mucho rato sin mirar poniéndome en los distintos escenarios: ¿cómo me sentiría si salía negativo? Aliviada, pero con cierto sinsabor. ¿Y sí salía positivo? Aterrada, superada, pero una parte de mí sabía que se sentiría extrañamente feliz. Las dos marcas estaban ya frente a mis ojos.
Embarazarse de forma inesperada a los 41 años, durante el estallido social; con hijas de 11 y 13 años en plena plena preadolescencia, pega en dos universidades, un marido maravilloso que cocina, lava, plancha y ve tareas, pero que trabaja; y dos niñas con una agenda de extra programáticas bastante activa (que está a mi cargo al menos en la semana), no parece en el papel un escenario muy ideal.
En seis días más nacerá Vera, cuyo nombre significa verdad y certeza. Y sí, me da miedo el virus, sé que Rodrigo no me podrá acompañar en la clínica y que la mayoría conocerá a mi pequeña a través de una pantalla. Una parte de mí teme que el día del alta la pieza se vuelva a achicar y la vista se me nuble. Aun así, ha sido mi mejor embarazo. Rodrigo está con teletrabajo y junto a mis hijas han podido ser parte de todo el proceso. Me he sentido sumamente sostenida por una red sorora de amigas que, pese al confinamiento, se las han ingeniado para organizar baby showers por zoom, prestarme ropa de embarazada y surtir a Vera de lo que serán sus primeras prendas y accesorios, casi todo reciclado. Me duelen las piernas, la espalda, tengo acidez casi todos los días y duermo cuatro horas, con reposo desde las 33 semanas porque partí con contracciones. Y cada cierto tiempo alguien me recuerda –odiosamente, pero ya sé que sin mala intención- que “a los 40 ya es otra cosa”, como si yo no lo supiera.
Sí, me duele hasta el pelo, pero no me duele el alma. Me sé y me siento feminista, y mi hogar también lo es. Me he reconciliado con mis embarazos, he aprendido a pedir ayuda, a delegar, a descansar, a no ser la súper mujer. No tengo vientitantos y eso, de alguna manera, también ha sido maravilloso.
Fabiana (41) es periodista, Doctora en Historia y mamá de Allegra (13) Grazia (11) y pronto de Vera.