Rompí membrana cuando tenía 34 semanas con 6 días de embarazo, pero tuve que esperar todo un día para poder dar a luz a mi bebé, porque antes de las 35 semanas puede ser aún más riesgoso un embarazo.
Viví todo este proceso completamente sola, ya que el padre de mi hijo nunca estuvo presente ni en mi embarazo ni cuando rompí membranas, a pesar de que intenté contactarlo y explicarle la situación. Esto ocurrió porque, antes de esperar a mi pequeño, también estuve embarazada, pero sufrí una pérdida. Ese acontecimiento hizo que él tomara distancia, argumentando que no quería hacerse falsas esperanzas por miedo a que sucediera lo mismo. En su mente, pensaba que podría acercarse más al bebé una vez que naciera. Sin embargo, el hecho de que fuera prematuro se convirtió en otro pretexto para alejarse.
Mi hijo estuvo 20 días hospitalizado: 9 en la clínica donde nació y 11 en otra. Fueron 20 días seguidos en los que, a pesar de tener una cesárea reciente, iba todos los días para estar junto a él. Todo esto, una vez más, lo viví sola.
Cuando le dieron el alta, la vigilancia se intensificó aún más, ya que, además de los cuidados habituales para un prematuro, mi bebé necesitaba monitoreo por apnea del sueño. Para ello, conseguí un monitor que me alertaba cada vez que él tenía un episodio de apnea, lo que me obligaba a despertarlo. El problema fue que la máquina era tan sensible que se activaba incluso por el simple movimiento del bebé, y como yo no podía saber si era por una apnea o por un movimiento, me levantaba rápidamente para ir a verlo. Vivía en constante alerta, día y noche.
Al quinto día en casa, mientras cuidaba a mi bebé y vigilaba sus apneas, comenzó a vomitar de manera muy intensa. Ante esto, decidí llevarlo al médico, quien me informó que mi hijo tenía alergia a la proteína de la leche de vaca. Esto cambió completamente las cosas, ya que la situación se volvió aún más demandante y agotadora. No solo debía seguir una dieta estricta para evitar la proteína, sino que, como le daba fórmula, también tuve que comprar una leche especial, que costaba cerca de 25 mil pesos y solo duraba una semana. Tras esto, mis responsabilidades, precauciones y gastos aumentaron considerablemente.
Al mes, le hicieron la contra prueba, y mi hijo reaccionó muy mal: vomitó, y lloró descontroladamente y casi de inmediato, su carita se llenó de granos. Ese día, en casa había visitas, y todos se sentían con el derecho de darme consejos, pero nadie estaba dispuesto a ayudar. Fue entonces cuando tomé a mi bebé y me encerré en la pieza con él, buscando calmar su llanto y controlar los vómitos.
De a poco comencé a manejar mejor los episodios de apneas y la alergia de mi bebé, hasta los 4 meses cuando, afortunadamente, me dijeron que ya no era necesario continuar con el monitor de apneas. Al menos en ese aspecto, le dieron el alta. Sin embargo, seguí con la dieta y todos los cuidados, ya que su alergia es tan severa que puede reaccionar gravemente, incluso si alguien lo toca con las manos contaminadas con proteína de la leche de vaca.
Hoy mi bebé está cerca de cumplir el año. En el último control me dijeron que está sano y su desarrollo es el adecuado. Esas palabras casi me hicieron explotar de la emoción. Algo que para tantas madres es completamente normal, para mí sonaba como una meta cumplida, como un gran logro. Y es que la primera vez que tomé a mi hijo en mis brazos, tuve miedo de no poder sacarlo adelante.
Ahora sólo estoy a la espera del control de su alergia, y aunque para nada mi ánimo es romantizar este proceso, porque lo cierto es que ha sido muy duro, hoy lo que realmente me llena de felicidad es verlo sonreír o sentirlo acurrucarse en mí para tomar pecho.
A pesar de todo el cansancio y la soledad que he vivido este proceso, esos momentos junto a mi hijo me hacen darme cuenta de que entregarme por completo a él ha valido la pena. Ha sido un proceso agotador y solitario, pero, al mismo tiempo, profundamente hermoso.