“Todo partió con el relato de mi sobrino. Él fue el primero en hablar.
Todos llevábamos harto tiempo preocupados porque se había convertido en un niño agresivo, emocionalmente inestable. Se notaba que estaba mal y que tenía mucha rabia que descargaba con su entorno más cercano. Sus papás estaban desesperados. Habían iniciado hace poco una terapia psicológica para ver qué pasaba con él porque llegaron incluso a pensar que podía sufrir de un trastorno de personalidad. Pero nadie en la familia imaginó cuál era realmente la causa de su tremendo cambio. Un día, en medio de una crisis de rabia lo gritó, con su voz perturbada. Dijo que desde que era ‘chiquitito’ el marido de mi madre tocaba sus partes íntimas. Pero que ahora estaba grande y no quería más, quería que parara. Como si despertara de un trance se dio cuenta de lo que había dicho y aterrado le pidió a la señora que lo cuidaba en las tardes que no le contara a sus papás. Le dijo que si les contaba, el tata, como le decían en ese entonces, haría cosas malas. Tenía 6 años recién cumplidos.
Recuerdo como si fuera hoy el llamado de mi hermana aquella noche. Fue como si finalmente el rompecabezas que llevábamos más de un año tratando de resolver empezara a tener sentido. Había una razón para la desregulación de mi sobrino. En ese momento me acordé de las veces que lo reté por sus pataletas, de los almuerzos familiares donde peleaba con mis hijos y les pegaba. Recordé sus gritos y todas las veces que llamaron a mi hermana para decirle que había mordido a otros niños en el colegio. Entendí que todo eso tenía una explicación: mi sobrino había sido abusado sexualmente. Llevaba años conviviendo prácticamente en forma diaria con su agresor y nadie sospechaba lo que ocurría.
Jamás dudé de su confesión. Creo que sería imposible para un niño construir un relato tan horrible de la nada. Simplemente porque se le vino a la cabeza. No necesitaba más información, sabía que era verdad. Y ese fue el comienzo de la pesadilla.
Los primeros días fueron una locura. Todos nos enfocamos en protegerlo, en buscar orientación, contarle a mi madre, enfrentar al agresor. Pero no estábamos ni cerca de imaginar lo que íbamos a vivir. Hasta ese minuto todavía me parecía un mal sueño, una película. Pasó la primera semana y, en medio de una conversación con mi marido le pregunté: ‘¿Y nuestros hijos? ¿Habrá pasado algo?’. Nos miramos sin hablar. Ahogada llamé a la psicóloga que trataba a mi sobrino y le pedí una evaluación para ambos. En ese momento nuestros niños tenían 5 y 3 años respectivamente.
Los llevé a varias sesiones con la terapeuta, pero mi mente todavía estaba bloqueada. ‘Esto no puede haber pasado, somos buenos padres, siempre hemos cuidado a nuestros hijos, es imposible’, pensaba. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Era inconcebible para mí la idea de que hubiesen sufrido un abuso. ‘Si algo hubiese pasado me hubiese dado cuenta porque soy su mamá', repetía en mi cabeza para calmarme. Pero esa convicción duró poco. No pude hablar con la psicóloga, fue mi marido quien que conversó con ella. No había ninguna duda: según su evaluación, ambos niños habían sido abusados sexualmente.
Me quise morir, me nublé, grité, lloré y en lo más profundo de mi ser seguía la esperanza de despertar y que me dijeran que era todo un mal sueño.
Cada niño vive el trauma del abuso sexual de manera distinta. Mi sobrino logró hablar y antes de contar le intentó dar al mundo todas las señales que pudo del horror que estaba viviendo. Mis hijos no. No había relato, no nos habían contado nada. Teníamos la evaluación de la psicóloga y nada más. En ese entonces creo que dentro de mí aún guardaba la esperanza de que la especialista estuviese equivocada. La culpa que sentía era terrible. No podía dormir ni pensar porque me sentía completamente ahogada, sobrepasada. Sentía que todo lo que había hecho como madre no había servido de nada porque finalmente no había logrado protegerlos. Era mi culpa. No los había sabido cuidar.
Con mi marido decidimos que los niños tenían que empezar una terapia psicológica. Fueron varios meses de llevarlos a ambos una vez por semana a las sesiones pero, la verdad, no veía que avanzáramos mucho. Entre medio yo comencé a tener crisis de pánico y tuve que empezar a medicarme para poder seguir. Las pesadillas de mis hijos comenzaron y los desbordes de ambos eran frecuentes. Ninguno de nosotros estaba bien. Un día después del colegio mi hijo mayor me pidió un cuaderno y un lápiz y se fue a su pieza. Al rato fui a verlo y supe que tenía que buscar más formas de ayudarlo, los dibujos que había hecho eran una manifestación clara de lo que estaba viviendo. Un símbolo gráfico del abuso que había sufrido. Decidimos cambiar de psicóloga, buscar ayuda con un profesional especialista en trauma y abuso sexual para él y para nosotros. Comenzamos una terapia intensa para ambos niños a través de una dinámica que se llama EMDR y que se enfoca en el reprocesamiento y resignificación de experiencias traumáticas. Una vez por semana cada uno de ellos, una vez por semana mi marido y yo con la psicóloga de los niños. Yo por mi parte inicié también una terapia psicológica EMDR con otra profesional.
La primera sesión con la psicóloga fue clara y directa: “Sin ustedes no puedo hacer nada, los necesito comprometidos en cuerpo y alma con la reparación de sus hijos, de lo contrario no va a resultar”, dijo. Nos preguntó si estábamos dispuestos y no lo dudamos, era un sí rotundo. Estaré agradecida toda la vida de su orientación y apoyo, de su firmeza para no dar cabida a mis flaquezas y poner a los niños siempre primero, porque así tiene que ser, son ellos las víctimas. El daño del abuso sexual infantil se expande para todos lados, igual que una explosión nuclear que deja una nube tóxica en forma de hongo que se extiende y arrasa con todo. Pero no hay que olvidar que, por grande que sea el dolor que sentimos, las víctimas no somos nosotros, son ellos.
Muchas parejas se quiebran ante una situación como la que vivimos nosotros. Y entiendo por qué. Dejamos de salir en las noches, reducimos al mínimo las reuniones familiares o con amigos los fines de semana porque el objetivo era dedicar tiempo para los cuatro. Queríamos entregarle a nuestros hijos seguridad, apego y devolverles la confianza que habían perdido. El trabajo que tuvimos que hacer como padres y que seguimos haciendo ha sido arduo y sin descanso. La única prioridad y objetivo que nos pusimos por delante fue la reparación de nuestros hijos. A través de la terapia aprendimos a conectar nuevamente con los niños, a vivir cada espacio pensando en su bienestar y en lo que necesitaban. A respetar sus tiempos y no apurarlos, entendiendo por sobre todo que, para que ellos estuviesen bien, necesitábamos demostrarles que nosotros podíamos con esto, que como sus padres no volveríamos a derrumbarnos. Nunca olvidaré lo que me dijo la psicóloga cuando por primera vez le pregunté si creía que mi hijo podría algún día relatar y verbalizar su abuso: “Tu hijo va a hablar cuando vea y sienta que tú eres capaz de escuchar lo que te tiene que decir”. La integración del trauma, es decir, el momento en que el niño es capaz de asumir ‘esto me pasó a mí' y deja de disociar lo ocurrido, de esconderlo en su ser más profundo como mecanismo de defensa y casi sobrevivencia es un gran hito en el camino de la reparación.
Por nuestros hijos tomamos decisiones drásticas y dolorosas. Nos alejamos de lo que había sido nuestro núcleo familiar y, a pesar de lo difícil que ha sido el camino, volvería a recorrerlo mil veces más. El apoyo de mi marido ha sido la piedra angular. No sé si sola habría podido con todo esto. Quizás la fuerza de madre que aparece desde lo más primitivo me hubiese levantado, no lo sé. Pero estuvimos juntos, los pusimos a ellos primero y eso nos mantuvo unidos en altos y bajos, en las buenas y en las malas. Dicen por ahí que lo que no te mata te fortalece. Y salimos fortalecidos. Mis hijos comenzaron a avanzar, las pesadillas bajaron hasta desaparecer y pudimos sacarles los pañales de noche (no habíamos podido a pesar de su edad, la enuresis nocturna puede ser un síntoma de abuso y lo descubrimos en terapia). Las desregulaciones de ambos eran cada vez menos frecuentes y cuando ocurrían podíamos ayudarlos, acompañarlos y entregarles esa calma y tranquilidad que tanto necesitaban.
Estamos por cumplir 3 años desde que esto comenzó y puedo decir que cada esfuerzo, cada desvelo ha valido la pena. Finalmente, el hito que necesitaba mi hijo mayor en su camino de reparación llegó. En la consulta de la psicóloga pudo decirle a su papá y a su mamá lo que le había ocurrido. Su valentía me emociona hasta las lágrimas cada vez que recuerdo ese día, su cara, mirándome a los ojos y esperando de mí la contención y fuerza que en ese momento pude darle.
En este camino me he encontrado con muchas personas que al escucharme me han dicho: ‘yo también fui víctima’. Incluso dentro de mi grupo de amigos más cercano, pero nadie habla de esto. Creo que nadie imagina lo que ocurre realmente ni dimensiona la cantidad de niños que son abusados. Como padres no tuvimos ninguna duda de iniciar acciones legales contra el agresor de nuestros hijos y así mostrarles en un futuro que hicimos todo lo posible por hacer justicia por ellos y por todos los niños que sufren experiencias terribles como ésta. Lamentablemente hasta ahora ha sido un camino frustrante. El sistema judicial es lento y no está diseñado para proteger y priorizar a los menores de edad. Se necesitan muchos recursos económicos para acelerar las causas con abogados.
Hoy el agresor de nuestros niños sigue viviendo una vida normal en su casa, a pocos kilómetros de la nuestra, y conviviendo con niños. Lo más difícil en el proceso judicial es probar el delito. Porque el informe de los tres psicólogos que hasta ahora han atendido a nuestros hijos no ha sido suficiente. Y el relato de los niños a su corta edad muchas veces no basta. No hay detalles, no hay lenguaje suficiente para comunicar lo que exige el sistema y se trata de niños que sufrieron abuso sexual en sus primeros años de vida. Mi sobrino y mi hijo mayor incluso a su corta edad declararon en la PDI con todo lo que eso implica para una víctima. El menor todavía no puede y puede que nunca llegue a relatar lo que vivió porque todavía era muy pequeño cuando todo pasó”.
Camila (46) es ingeniero comercial y vive con sus dos hijos y su marido en Santiago.