"Me llamo Mauricio Riquelme, tengo cuarenta y seis años y estoy desahuciado. Hace un año, siete meses y diez días, lucho contra un cáncer de recto, pero pese a las quimioterapias, a las cirugías, a los tratamientos y a todos los esfuerzos médicos, personales y familiares, no he logrado ganarle a la enfermedad.
Recuerdo vívidamente esa tarde de febrero de 2017. Yo había ido al médico a hacerme un control que se suponía sería solo de rutina, porque sufro del riñón desde hace varios años, pero salí de la consulta con un diagnóstico totalmente inesperado: cáncer de recto. "Mauricio, hay algo que no me gusta en las imágenes", me dijo la doctora. "¿Usted cree que es cáncer"?, le pregunté yo, un poco incrédulo. "Sí, puede ser", respondió ella, sin titubear. Con las órdenes médicas en la mano, caminé unos minutos por Santiago pensando: "Chuta, hasta aquí nomás llegué". Eso es lo primero que a uno se le viene a la cabeza.
Deambulé por el centro y llegué a la Fuente Alemana. Siempre he sido súper bueno para comer, y presentía que este era uno de los últimos gustos que me iba a poder dar, al menos en un tiempo. Allí me atendió la señora Hilda, a quien conozco desde hace varios años, y le conté que probablemente tenía cáncer. Ella fue la primera en escucharme. "Pucha, mi niño", me dijo, mientras me servía un completo en el mesón. En ese minuto yo intentaba digerir la noticia. Era algo que no esperaba. Antes de esto, era de los que planificaba mi vida hasta el año 2020.
Al otro día mi vida cambió radicalmente. Mi señora, la María Eugenia, con quien somos muy unidos, me pidió hora para la biopsia. Con el diagnóstico ya confirmado, me sometí a la primera cirugía en agosto del año pasado. Todos los pronósticos eran muy buenos, y se suponía que iba a recuperarme. Pero las cosas, de nuevo, no resultaron como yo esperaba: tenía escondidos unos tumores neuroendocrinos que surgieron de manera voraz. Este es un cáncer que hace lo que quiere, y que ha provocado que pase varios periodos internado en el Instituto del Cáncer de la Clínica Las Condes.
Este último ha sido el más largo: treinta y cinco días. Pedí que me trajeran porque estaba con mucho dolor. Todos pensaron que llegaba hasta aquí, nomás. Incluso, le dijeron a la Mauge que ya no había nada más que hacer, pero nuevamente me lograron sacar adelante. Mi familia cree que esto es un milagro. En esta etapa, uno ya no sabe quién te está salvando. Y das todo de ti. Yo estoy entregado a Dios y a los médicos en los que confío plenamente, pero también he recurrido a otras posibilidades, como los monjes brasileños.
Después de ese episodio, que ocurrió el 20 de septiembre, estoy de muy buen ánimo e incluso volví a trabajar en mi empresa desde la clínica, aunque me demoro más de una hora en escribir un correo porque no veo por uno de mis ojos, producto de un derrame. A veces me da rabia, pero trato de respirar profundo y seguir hasta que lo consigo. A mi esposa le asusta un poco que yo esté tan contento porque sabemos que probablemente voy a recaer. Si hay algo que tenemos claro desde hace mucho tiempo, es que no me voy a recuperar. Lo que sí puedo tratar de hacer es que mi calidad de vida sea mejor, y por eso sigo todos los tratamientos al pie de la letra.
Como no sabemos qué va a pasar mañana, he tratado de dejar todo en orden en la empresa y también en mi familia. Me preocupo mucho por mis hijos, porque aunque estoy enfermo, ellos me tienen que seguir obedeciendo. Tengo algunos temas pendientes con ellos: por ejemplo, el que tiene 16 años, el otro día fue a una fiesta un día de semana y yo no estuve de acuerdo con eso. Él es un buen niño, pero yo sé los peligros a los que se expone porque los experimenté en mi juventud y quiero hablar eso con él. Mi hijo menor, de 11 años, me tiene preocupado porque está viviendo un duelo solitario. Creo que no quiere sufrir, y está esperando que lo malo pase para poder llorar. Quiero que podamos conversar de eso, acompañarlo en su dolor.
Ahora que me siento mejor, intento aprovechar cada día y apenas despierto parto agradeciendo: por mi familia, en especial mi esposa y mi suegra Eugenia, que no se despegan de mi lado; mis amigos, el equipo médico, las enfermeras y paramédicos que me cuidan, la psicóloga Verónica Robert, y todas las otras personas que he podido conocer en la clínica y con las que aprovecho de hablar, porque eso es lo que hago gran parte del día. Hablo tanto, que me imagino que ya los tengo aburridos. La María Eugenia duerme acá todas las noches, y dirige nuestra empresa desde la cafetería de la clínica. Es paradójico porque aunque la escuché decir mil veces que nunca iba a cuidar a un enfermo, ha estado incondicionalmente a mi lado: me lleva al baño, me ducha, me lee las noticias y me acompaña, siempre con mucha paciencia.
Pese a todo lo que he vivido este año, no me quejo. Este último tiempo me he reencontrado con amigos de mi juventud y me he dado cuenta que tienen problemas más grandes que los míos. Todos las personas han debido superar pruebas difíciles, al igual que yo. Este tiempo me ha servido también para cuestionarme. Para repensar mis principios y creencias más profundas. Antes era muy cerrado a la diversidad, pero con esto he aprendido a aceptarla y valorarla. Ya no cuestiono a los homosexuales ni a la comunidad trans, que era algo que hice en el pasado. Creo que con esto aprendí a ser empático con todas las realidades, porque uno espiritualmente está llamado a ayudar, a estar al servicio del otro sin condiciones.
No quiero que se me acabe el tiempo antes de entregarle a mis hijos todos los valores y principios que me gustaría inculcarles, en especial que sepan que para recibir siempre hay que dar primero. Con ellos y mi señora tengo recuerdos muy lindos, como cuando todos nos metíamos en nuestra cama a mirar Netflix y pasábamos en eso la tarde completa. Me gustaría volver a la casa para repetirlo. Hoy estoy entregado a lo que va a pasar, pero eso no quiere decir que no quiera vivir. Lo que sí tengo claro es que las cosas no dependen de mí.
Ahora que puedo dormir mejor he tenido unos sueños muy bonitos. Hace unos días vi un árbol gigante en medio de un parque cubierto de flores hermosas de color blanco, y la gente corría feliz a su alrededor. Pregunté si ese era el paraíso y Dios me respondía que sí. Era un lugar magnífico. Cuando desperté, me sentí muy tranquilo. No le tengo miedo a la muerte, pero si pudiera elegir me gustaría que fuera mientras duermo, y que mi familia estuviera a mi lado. Espero que en ese minuto ellos, al igual que yo, se sientan en paz".
[caption id="attachment_107255" align="alignnone" width="1500"]
Mauricio Riquelme | Fotos: Mila Belén[/caption]
***Tres días después de que fue publicado este testimonio, el ingeniero Mauricio Riquelme falleció en compañía de su familia. Agradecemos su fortaleza y palabras, y acompañamos a sus seres queridos en este difícil momento.