El 2023 dejó cifras nunca antes registradas en materia de migración y crisis humanitaria en las fronteras latinoamericanas. A principios de diciembre, de hecho, la agencia EFE comunicó que en lo que iba del año, más de 500.000 personas habían cruzado la selva del Darién, la compleja y tupida frontera entre Panamá y Colombia. Esa cifra no tenía precedentes.

Y es que ya en el 2022 se había superado un récord histórico: ese año, 248.000 personas en contexto de movilidad habían realizado el cruce con intenciones de acercarse a la frontera de Estados Unidos, cifra que superaba por mucho los 133.000 que habían cruzado en 2021 y los 6.500 de 2020.

En tiempos de crisis económicas y sociales, de genocidios, guerras fronterizas, pandemias y miseria desbordada, en los que se ha puesto en duda el propósito inicial de las delimitaciones territoriales, se vuelve cada vez más importante ampliar la conversación para analizar –en toda su complejidad– las distintas aristas; ¿Cómo viven el desarraigo aquellas personas que no tuvieron más opción que ponerse en riesgo con tal de cruzar al otro lado? Y, sobre todo, ¿cómo es este tránsito para las mujeres, que de por sí emprenden el viaje (o se ven forzadas a desplazarse) para escapar de las múltiples violencias que marcan sus vidas? Porque lo que nadie les dice es que escapan de eso solo para enfrentar los retos de los países a los que llegan.

¿Quién vela por el cumplimiento de sus derechos entonces?

En entrevista con Paula, la asociada principal de protección de ACNUR, Sofía Cardona, desglosa las particularidades –y complejidades– de la cruda realidad de las mujeres en movilidad, que hoy representan casi el 40% de esa población. Porque la de ellas, es una historia de sobrevivencia diaria, especialmente si se trata de mujeres pobres y racializadas. “Desde hace varios años que en ACNUR acordamos que no se puede decir que los desplazamientos son masculinos. Está claro que el flujo en las Américas es uno mixto; por las mismas vías, rutas y servicios están pasando personas migrantes, personas refugiadas, forzadas a huir y víctimas de trata. Y entre todos ellos, hay una muy alta representación de mujeres y de familias, y eso le suma muchas capas de dificultad a una realidad que de por sí ya es cruda y compleja”, explica.

Como explica Cardona, es clave identificar que la mayoría de las mujeres en tránsito, especialmente si son de Centroamérica, están huyendo de violencias ejercidas en su contra por motivos de género. “No es una violencia similar a la que experimenta el resto de la población, si bien toda la población (centroamericana) está enfrentando los retos de la violencia de las pandillas. La que experimentan ellas es específica por razones de género. Y esto pasa en cualquier contexto en el que haya violencia. Más aun si consideramos que los países latinoamericanos llevan años liderando los índices de violencia intrafamiliar, especialmente después de la pandemia”.

En el tránsito realizado por niñas, adolescentes y mujeres, se mezclan todas las intersecciones propias de la experiencia de ser mujer. Así lo devela un informe realizado en el 2021 por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), titulado Mujeres migrantes centroamericanas en México: Informalidad en la contratación y el empleo, que revela que las mujeres en tránsito están más expuestas que sus pares hombres a ser víctimas de malos tratos, explotación, discriminación y violencia de todo tipo.

En esto contribuyen una serie de factores. Los procesos de contratación informal y los trabajos “feminizados” a los que suelen acceder, tales como la venta ambulante, el comercio chico, el trabajo sexual y doméstico –que de por sí son trabajos mayormente precarizados y escasamente regulados–, sin duda son de los más importantes.

Así también lo demuestra el estudio Nuestro derecho a la seguridad, realizado por ACNUR, en el que las mismas mujeres migrantes relatan que ellas perciben tres factores principales de riesgo en sus tránsitos: la xenofobia, la falta de oportunidades económicas y la falta de información.

“Lo que hemos visto es que las mujeres están buscando salir de las violencias más íntimas que ocurren en sus países de origen, las que se ejercen por parte de su círculo más íntimo en sus hogares, sea por la familia o por las parejas, pero que en el tránsito se enfrentan a una violencia externa, que es pan de cada día”, explica Cardona. “En el viaje y en el destino, el exterior pasa a ser un riesgo. La calle y los lugares públicos se perciben como amenazas, porque son extranjeras, porque están indocumentadas, porque las discriminan y maltratan. Le temen a los desconocidos y a las autoridades”.

Y es que, por los relatos de las que acuden a ACNUR en búsqueda de asesoría, es fácil identificar que la violencia que más sufren (y la que más reportan) es psicosocial, pero justo después está la sexual. “Eso da cuenta de que hay una expectativa social consensuada; se espera que las mujeres en desplazamiento callen, aguanten y cedan”, reflexiona Cardona. Como si no fuera un derecho migrar. Como si para poder hacerlo, hubiera que pagar con la integridad y la vida.

Y es que, como explica la periodista mexicana especializada en temas de migración, género y trabajo, Blanca Juárez, esa es una noción predominante por la cual se ha ‘naturalizado’ que estas mujeres sean víctimas de todo tipo de extorsión, hasta por parte de agentes migratorios. “En un sistema misógino y machista, la violencia sexual hacia las mujeres es la moneda de cambio. Y ellas ya lo saben; muchas toman pastillas anticonceptivas antes de cruzar”.

A esto, que ya de por sí es sumamente grave, se van sumando las distintas intersecciones y particularidades de cada una de estas mujeres. Como explica Cardona, de las guatemaltecas se espera que sean dóciles y las colombianas y venezolanas están sujetas a una hípersexualización constante. “De ellas se dice que tienen mucho carácter, entonces ni siquiera las contratan en ciertos trabajos. Así como a las guatemaltecas y hondureñas se las contrata específicamente para labores del hogar”, explica. “A las mujeres de Haití se le suma la intersección de la raza; experimentan un racismo muy profundo que además lleva la carga de la discriminación por género”. Especialmente en países que aspiran a visualidades caucásicas y europeas.

“Las madres se ponen en último lugar en todo lo que tiene que ver con su cuidado personal. Temas ginecológicos o de salud pasan a estar muy atrás y muchas veces es tarde para intervenir”.

Y eso tiene consecuencias. “Las mujeres haitianas o de origen extra continental son quienes menos se acercan a los sistemas de salud. Pero sabemos que si cruzaron el tapón del Darién, lo más probable –por estadísticas– es que una gran cantidad de ellas experimentó violencia sexual. Y así se van complejizando los retos, los dolores y los sufrimientos propios de esta ruta”.

“Cada vez vemos más niños, niñas y adolescentes en los tránsitos. Las madres que viajan solas con sus hijos, acceden a empleos en los que hay riesgo de explotación. Empleos en los que se les ofrece quedarse en un cuarto con los niños y ese es el pago”, explica Cardona. “A eso se le suma que el tener hijos, en estos casos, se convierte en una razón para que las mujeres permanezcan en relaciones violentas o accedan a tener relaciones que potencialmente podrían ser de abuso”.

También está la carga para las hijas adolescentes. Son ellas, en estos casos, quienes se vuelven las segundas cuidadoras, a veces de manera excesivamente precoz. Una adultez forzada que las hace cargar con la crianza de sus hermanos y hermanas.

“Las mujeres madres se ponen en último lugar en todo lo que tiene que ver con su cuidado personal. Si tienen hijos o parejas, ellos van antes. Si hay dinero, es para ellos. Temas ginecológicos o de salud pasan a estar muy atrás en la lista de prioridades, pero después se vuelven críticos y muchas veces es tarde para intervenir”, termina Cardona.