Mujeres privadas de libertad; una realidad invisible

Antonella o



En Chile hay cerca de 40 mil personas privadas de libertad, de éstas más de 3.200 son mujeres. Esta cifra sitúa a Chile como el segundo país de Sudamérica con la mayor proporción de mujeres privadas de libertad. Pese a representar una porción mucho menor a la población masculina, la cantidad de mujeres reclusas ha aumentado exponencialmente en los últimos años, incluso superando el crecimiento experimentado por los hombres. Esto se atribuye, principalmente, al impacto que han tenido las “políticas de droga”, tanto en nuestro país como en la región.

Estas mujeres ingresan a un sistema pensado ideológica, normativa y físicamente por y para hombres. En el escenario carcelario, las mujeres se encuentran en una situación particularmente desmejorada, insertas en un sistema que invisibiliza sus experiencias y necesidades. Así, por ejemplo, ninguna de ellas tiene acceso garantizado a insumos de gestión menstrual (ni a ningún artículo básico de higiene personal), ya que estos no son proporcionados por el Estado, por lo que deben proveerse de ellos a través de encomiendas, lo que genera particulares dificultades para las que no tienen redes de apoyo, como suele ser el caso de las mujeres migrantes privadas de libertad.

Las mujeres suelen recibir menos talleres y capacitaciones que sus pares hombres, y estos suelen ser de oficios asociados a lo estereotípicamente femenino; bordado, repostería y peluquería, por ejemplo, con bajas posibilidades de poder formarse en ámbitos ocupados tradicionalmente por hombres y que reportan mayores ingresos.

Además, experimentan la soledad en mayor medida, ya que son menos visitadas que los hombres. Esto se debe a una multiplicidad de factores, tales como la lejanía de los centros penitenciarios, el debilitamiento del tejido social una vez que la mujer ingresa a la cárcel, los malos tratos o vejaciones a las que se pueden ver expuestas quienes las visitan o las malas condiciones de los lugares de visita dentro de la cárcel.

A esto se le suma la cruda realidad que se vive en la mayoría de las cárceles del país en cuanto a infraestructura. Todavía algunos centros penitenciarios no cuentan con acceso a agua las 24 horas, tienen servicios higiénicos deplorables, presentan niveles de hacinamiento y sobrepoblación, falta de luz natural, entre muchas otras deficiencias.

La trayectoria de las mujeres que pasan por la cárcel está marcada, en su inmensa mayoría, por la marginalidad y la vulnerabilidad social. Si bien la información sobre esta temática sigue siendo escasa, en los años 2019 y 2020 el Centro de Estudios de Justicia y Sociedad de la Universidad Católica realizó una investigación con una muestra de 225 mujeres que egresaron de la cárcel de San Joaquín. De ellas, el 62% manifestó haber experimentado algún tipo de maltrato siendo menores de edad. Entre quienes sufrieron violencia física y/o sexual antes de cumplir la mayoría de edad, un 20% estuvo bajo custodia estatal en algún momento. Estas experiencias tempranas de violencia y victimización se extienden también en las relaciones de pareja; el 69% reportó haber experimentado violencia física o sexual en alguna relación. Adicionalmente, casi un 40% no ha completado la educación básica y solo un 14% completó la educación media.

A esto se le suma que un aspecto fundamental que define la experiencia carcelaria femenina es la maternidad. De acuerdo al mismo estudio, el 89% de las mujeres privadas de libertad es madre, con un promedio de 3 hijos cada una. Al igual que en el medio libre, las mujeres reclusas enfrentan expectativas y requisitos propios de la división tradicional de roles de género, y por tanto asumen en su gran mayoría los roles de cuidado, los que en muchos casos siguen ejerciendo desde el interior de la cárcel. Además, al menos la mitad de las mujeres eran sostenedoras principales de sus familias, por lo que el ingreso a la cárcel tiene importantes consecuencias de empobrecimiento en sus hogares. Esto se vuelve aún más problemático teniendo en cuenta que la mayoría de las mujeres cuentan con poco apoyo del padre de sus hijos. En efecto, cuando ingresan a la cárcel, sus hijos e hijas menores de edad, por lo general, quedan bajo el cuidado de otras figuras femeninas, como las abuelas o tías. Sólo en el 13% de los casos, quedan bajo el cuidado del padre.

Poco se habla de las consecuencias que genera el encarcelamiento para esos hijos e hijas. La evidencia ha señalado que esta separación puede acarrear problemas de salud mental, aumento de probabilidades de deserción escolar e inestabilidad emocional, entre otros.

Las mujeres privadas de libertad sufren una doble condena. Una de tipo penal, por sentencia judicial, y una segunda de raíz social, originada por infringir los valores tradicionalmente asociados a su género, siendo catalogadas como “malas mujeres” o “malas madres”. Esta condena social se expresa, por ejemplo, en reproches familiares, aislamiento, estigma, mayores dificultades para encontrar trabajo, generando sentimientos de culpa y malestar.

Es sumamente difícil potenciar procesos de (re)inserción exitosos, si no se garantiza un piso mínimo de dignidad a quienes pasan por la cárcel. El sistema penitenciario en nuestro país requiere de reformas estructurales, que incluyan perspectiva de género, de derechos humanos y considere también la variante migrante e indígena.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.