Paula Digital.

Hay una mujer cuya vida está en riesgo. Ahí, en medio de los aparatos que miden su pulso y la monitorean, Nabila Rifo se mantiene unida al mundo. Un mundo que le arrancó los ojos, y que ahora, no podrá ver de nuevo. El 14 de mayo pasado quedamos en shock tras leer la historia del brutal ataque que sufrió esta mujer de Coyhaique. Su pareja, Mauricio Ortega, es el principal sospechoso de golpearla hasta dejarla inconsciente para luego arrancarle los ojos.

Y este caso fue tan mediático que incluso la Presidenta Michelle Bachelet se manifestó, en su discurso del 21 de mayo, en contra la violencia de género. Mientras leo los distintos artículos y columnas dedicadas a Nabila, pienso en una novela del Bolaño más oscuro; mujeres violentadas en la frontera de Ciudad Juárez; casos como el de Nabila y el de tantas otras que mueren todos los años atrozmente golpeadas por sus hombres.

Cuando todos los dardos apuntan a que su pareja es el culpable, me pregunto ¿qué pasaba por la cabeza de Ortega? ¿qué generó tanto odio, tanta violencia?

Y pienso que en una sociedad en la cual la mujer todavía es ciudadana de segunda clase; en la que nos llenan de una publicidad que violenta constantemente nuestros cuerpos y la concepción de lo femenino. Un país en el que se estrenan programas tan penosos y machistas como "Escuela para maridos" de Chilevisión y en el que las instituciones no responden con sanciones ejemplares para los sujetos que cometen estos crímenes. Una sociedad en la cual los niños y las niñas no son criados como iguales porque hasta hoy, en algunas familias, tener hijos hombres es más celebrado que tener hijas mujeres y, las niñas son criadas desde el día uno con todo tipo de prejuicios. Un mundo en el que se degrada el trabajo de las mujeres con sueldos inferiores a los de nuestros pares masculinos; y en el cual debemos esforzarnos el doble para ser consideradas, y contratadas, pues la maternidad es otro tema en contra. Entonces, no me extraña tanto este tipo de noticias.

Por ahí leí que Ortega ninguneaba a Nabila por no proveer el mismo dinero que él. Que la trataba de "cacho" y de "mantenida". Que Ortega ya había sido acusado anteriormente por amenazarla de muerte, tras romper una puerta con un hacha. Leí también que ese día, el de la golpiza final, había más gente. Amigos y familia que vieron que la cosa iba mal. Que de nuevo Ortega se saldría de sus casillas. Que se le habían pasado las copas. Que los niños le avisaron a una tía que el papá discutía con la mamá. Que el frío de la noche en Coyhaique, que el cuerpo de esa mujer le pertenece a su hombre, que nadie hizo nada, que nadie previó la situación cuando Ortega asistía a terapia por violento; que ya la primera vez que lo acusaron se debieron tomar medidas más drásticas en contra del agresor e impedir que en el futuro se repitiera su conducta. Leí que en 2013 en Punta Arenas otra mujer fue víctima de su pareja, quien también le arrancó los ojos tras golpearla. Leí que en Guatemala tienen una de las tasas más altas de femicidio; que en Colombia responsabilizaron a una mujer por su propia violación, tortura y muerte; que en Argentina al menos 233 mujeres murieron el año pasado víctimas de la violencia de género.

Hay una mujer cuya vida está en riesgo. Ahí, en medio de los aparatos que miden su pulso y la monitorean, Nabila Rifo se mantiene unida al mundo. Y espero que no recuerde el horror de lo que le tocó vivir. Espero que cuando despierte —si despierta— se haya hecho justicia para Nabila, aunque nunca pueda ver de nuevo el mundo tan oscuro que la condenó. Insisto, espero que no recuerde.

María Paz Rodríguez