Nadie me habló sobre el Baby blues

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Quedé embarazada a los 31 años. No fue planificado, pero con mi marido estábamos felices. Tuve un embarazo muy bueno. Me mantuve activa, caminaba dos horas al día y como siempre he sido media deportista, no sufrí de muchas molestias físicas. Lucía mi guata orgullosa, me sentía maravillosa y me sacaba fotos cada vez que podía.

Todos me hablaban sobre el cuerpo, sobre los kilos y las estrías. Me preocupé de sentirme bien física y emocionalmente para el día que diera a luz, momento que me impacientaba porque siempre quise que fuera parto natural. Y así fue. Los consejos que recibía estaban siempre ligados a lo doloroso que sería, y también recibí recomendaciones para cuando naciera mi hijo; sobre medicamentos y qué darle cuando tuviera cólicos o qué hacer cuando llorara.

Lo que nadie nunca me mencionó era cómo iba sentirme después del parto. Ahora pienso que me preparé para casi todo, excepto para mí. Nadie te habla sobre la salud emocional de la madre y todos hablan de la felicidad de tener un hijo, de la alegría de que llegue ''la bendición''. Yo me esperaba eso, sentir una alegría inmensa. Nada más.

Mi parto fue súper bueno y rápido. Doloroso, pero nada terrible. Al tomar a mi guagua en brazos, sentí una conexión absoluta, estaba inundada de amor. Los primeros días me sentía literalmente ebria de entusiasmo. Me tocó un niño activo, que dormía muy poco. Sin embargo, estaba tan feliz que no me molestaba. Pero todo cambió al cuarto día de nacido.

No dormía nada, ni siquiera dos horas. Mi hijo era muy activo en el día y en la noche despertaba cada una hora. Yo me demoraba en hacerlo dormir media hora más. Me empecé a tropezar cuando iba al baño y me daba cuenta, de a poco, que estaba afectada por el cansancio. Chocaba en las paredes, se me caían las cosas. Incluso empecé a temer que se me cayera mi guagua.

Al quinto día me estrellé. Así, mientras cantaba ''La gatita Carlota'' con mi hijo en brazos, estallé en llanto. Me bajó una angustia repentina, una angustia tan fuerte que tenía la sensación de que alguien se había muerto, me costaba hasta respirar. Por las siguientes dos semanas, aparte de atender a mi guagua, lo único que hice fue llorar. Lloraba todo el día y toda la noche. Mi marido me ayudaba, pero nos tocó una guagua que mamaba mucho y necesitaba que yo estuviera siempre presente. Había ratos donde conseguía estar calmada, pero bastaba que sintiera un olor familiar, escuchara una canción o incluso viera un comercial, para que estallara en un llanto incontrolable.

Nada me podía calmar, pero quería demostrar que me la podía. En ningún momento me atreví a decir que estaba cansada. Tampoco quería preocupar a mi mamá, ni a nadie. Sentía que por tener un hijo recién nacido me la tenía que poder. Asumí que era normal.

En todo este tiempo, se me venían recuerdos y pensamientos a la cabeza que no lograba controlar. Pensaba en la libertad que tenía antes; veía imágenes de mí caminando libre, sola en la playa, haciendo teatro, viendo una película con mi marido hasta tarde sin ninguna preocupación. También recordaba mis viajes. Todos los atardeceres que vi, todos los lugares que recorrí, los amores que tuve. Ya nada de eso iba a volver nunca más.

Ahora estaba amarrada para siempre a esta cría. Estaba aterrorizada, sentía pena y nostalgia. Me preguntaba quién era: ''¿Quién es esta zombie encerrada tras estas cuatro paredes, volviéndose loca con un hijo que no duerme?''. Lloraba mientras le preguntaba a mi marido qué habíamos hecho. Sentía que había tomado la peor decisión, me arrepentía de ser mamá.

Hasta que le conté a mi hermana lo que me pasaba. Ella tiene 4 hijos y me dijo: ''Es normal, son baby blues, duran unos días y luego se te pasan. A mí me pasó con todos mis hijos''. Yo no podía creer que ella había pasado por esto con cada parto. Me preguntaba cómo no me di cuenta si la visité siempre, pero la verdad es que jamás pensé en ella, sólo me enfocaba en mis sobrinos recién nacidos.

Al cabo de dos semanas y sin razón alguna, un día desperté y ya no sentía angustia. Tuve suerte, se esfumó. Se pudo haber convertido en una depresión posparto, pero menos mal no lo fue. Tal vez pude dormir más y eso me alivió, o tal vez me logré encariñar con esa vida de encierro que es el posparto. Porque, aunque no estés encerrada literalmente en cuatro paredes, se habita un mundo que es único y que puede ser bien solitario.

Cuando mi hijo cumplió 3 semanas de nacido, fuimos con el resto de la familia a vacacionar a Viña. Me sentí aliviada porque me unía a mi tribu. Ahí, conversando con mi mamá, le conté lo que había pasado en esas dos semanas. Le relaté que la angustia que sentía era como si alguien se hubiera muerto. ''Claro'', me dijo. "La que se murió fuiste tú. Te moriste y naciste de nuevo, así es ser madre; un duelo y un nacimiento''.

Esas palabras me hicieron mucho sentido. Me hubiera gustado que cuando estaba embarazada, en vez de conversar tanto sobre estrías y kilos, me hubieran aconsejado honrar a la mujer en la que me estaba convirtiendo, a la que dejó de ser y la del futuro. Me hubiera gustado que me aconsejaran honrar mi transformación.

Ahora mi hijo tiene 1 año y estoy totalmente habituada a nuestra vida juntos. Me encanta verlo crecer. También me encanta ver la mujer en la que me ha convertido, estoy feliz y orgullosa de ello. Duele cambiar de piel, duele pasar de ser una oruga a una mariposa, duele nacer. Pero es hermoso. Cuando una mamá primeriza se nos una, hay que abrazarla y decirle que todo estará bien. Porque al final, todas encontramos nuestro camino, todas encontramos nuestra propia forma de ser mamás.

Camila tiene 33 años es actriz y mamá de Simón

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