Heriberto Reyes Carrasco (41), fiscal antidrogas de Arica, y Mikel Inunciaga Urizarbarrena (45), capo internacional del narcotráfico, se vieron las caras por primera vez en un cuartel de Carabineros en diciembre de 2003. El fiscal llegó a la sala de interrogatorio con documentos que demostraban que Inunciaga, vasco originario de Bilbao, dirigía un minucioso plan para enviar a Europa 70 kilos de cocaína de 99% de pureza.
Al fiscal le llamó la atención la tranquilidad del detenido. Había visto cómo otros traficantes, menos acorralados por la evidencia, se quebraban y llegaban cabizbajos al interrogatorio. Inunciaga, en cambio, estaba erguido y miraba de frente. El fiscal le informó que por ley podía acogerse a la cooperación eficaz, que, en otras palabras, consiste en delatar a alguien a cambio de una rebaja en la pena. Inunciaga, que hasta ese momento había permanecido en silencio, se inclinó sobre la mesa que lo separaba de Reyes y le dijo con un firme acento español:
–O sea que usted, además de tenerme detenido, quiere que me convierta en un hijo de puta. Sepa usted, fiscal, que en Bilbao no hay ningún hijo de puta.
El fiscal dejó el cuartel de Carabineros convencido de que el vasco no le iba a facilitar el trabajo. Lo confirmó un mes después, cuando el socio de Inunciaga, José Antonio González, también detenido, pidió declarar. Reyes lo recibió en su oficina. Con los dedos puestos sobre el teclado del computador el fiscal estaba listo para tomar la declaración. Pero lo que escuchó no fue lo que esperaba.
–Mikel dice que si a él lo condenan en el juicio, usted se muere. Ya contrató a un pistolero en Santiago para que lo venga a matar– dijo el imputado sin que le temblara la voz.
El fiscal soltó el teclado y miró a los ojos al emisario de Inunciaga. Antes le habían gritado garabatos en los tribunales y en una ocasión se había cruzado en el pasillo del supermercado con un imputado que le había hecho el gesto de cortarle el cuello. Pero nada de eso le había quitado el sueño.
La voz en el teléfono
En conversación con Paula, el fiscal Heriberto Reyes cuenta los detalles de la captura y juicio al narcotraficante vasco.
¿Cómo dieron con Mikel Inunciaga, la cabeza de la organización de narcotráfico?
Empezamos por el último eslabón. El personal de Aduanas detuvo a un tipo en el control de Chacalluta. El sujeto manejaba una camioneta Dodge que llevaba un cilindro de gas licuado. En el norte es común que los autos funcionen indistintamente con gas o con bencina. Pero este auto no estaba acondicionado para operar con gas. En el cilindro había 70 kilos de cocaína de un tipo que no se ve en Chile: no es un polvo que se aspira, son escamas que se ponen directamente en la boca o en la nariz. Era un cargamento de tres mil millones de pesos. Dejamos que el chofer siguiera su ruta, pero con una vigilancia estrecha del OS7 de Carabineros.
¿El chofer de la camioneta sabía que lo seguían?
Sí. Aceptó colaborar cuando lo descubrieron. Andaba con un celular por el que recibía instrucciones constantemente. Le indicaban la velocidad promedio a la que tenía que desplazarse y le hacían un montón de chequeos en el camino, lo que nos hacía pensar que detrás había una organización grande. En tal esquina tomaba contacto con un taxista que le daba un sobre, el sobre lo tenía que entregar en un hotel y en la recepción le habían dejado otro sobre que lo remitía a una bomba de bencina y, en un lugar determinado de la bomba, a tal hora, recibía una llamada de teléfono, y así.
¿Ibas en el auto que lo seguía?
No. Volé directo a Santiago, que era el destino del cargamento, y desde allí nos preparamos con personal del OS7 para allanar los lugares donde estuvieran esperando la droga. Cuando la camioneta iba entrando a Santiago, sonó el celular del chofer y un sujeto le dijo: "Sigue derecho, pasa esa bomba Copec y dobla a la izquierda". Significaba que el tipo que llamaba estaba siguiendo de cerca a la camioneta. Todo esto me lo iba reportando el OS7 por teléfono. Los carabineros empezaron a fijarse en los vehículos que se movían junto a la camioneta y detectaron un taxi. En el asiento trasero iba un hombre que hablaba por celular. Lo detuvieron en una luz roja. En ese momento no lo sabíamos, pero era José Antonio González, el socio de Inunciaga.
¿Y cómo llegaron hasta Inunciaga?
Porque una vez que detuvimos a González, lo llamó alguien al celular y le dijo con acento español: "Voy a estar hasta mañana en la mañana en mi hotel de Las Condes, porque tengo vuelo a Frankfurt". Teníamos que chequear en tiempo récord qué sujetos, presumiblemente españoles, viajaban al día siguiente a Frankfurt y estaban en un hotel de Las Condes. Encontramos a Mikel Inunciaga en el hotel Montebianco, en Isidora Goyenechea. Lo detuvimos en su habitación y buscamos evidencias que lo conectaran con el delito. En su maletín tenía un documento que contenía todos los datos de la camioneta que traía la droga. De su puño y letra Inunciaga le había escrito una hoja de papel al tipo que manejaba. Decía: "1) tienes que pasar por tal control, 2) entrega el documento tanto, 3) guarda tal papeleta que te van a pasar en la aduana peruana". Y usaba expresiones que no son muy propias de los chilenos.
¿Por ejemplo?
En vez de decir "el auto", decía "el coche". Inunciaga le había entregado una fotocopia con las instrucciones al chofer de la camioneta y en su maletín tenía guardado el papel original. Además, tenía un narcotest –un tubo de ensayo con una sustancia reactiva que chequea la calidad de la droga– y 350 mil dólares en efectivo.
Mikel Inunciaga fue detenido y trasladado junto a su socio, José Antonio González, hasta la cárcel de Arica, donde ambos quedaron en prisión preventiva. Durante las semanas siguientes, el fiscal se concentró en preparar el juicio oral contra el narcotraficante y su banda. Fue durante ese período que Heriberto Reyes recibió la amenaza de muerte de boca de González. Un mes y medio después, el fiscal se dio cuenta de que Inunciaga seguía dirigiendo su negocio desde la prisión: enviaba cartas al exterior. Las ocultaba en su ropa sucia, que una española recogía de la cárcel para lavar.
Sobre su escritorio, el fiscal tenía los dos mensajes que había logrado interceptar. Eran dos hojas de papel garabateadas en un idioma incomprensible. Pronto supo que se trataba de un extraño dialecto derivado del vasco. En Chile no había quién pudiera entenderlo, pero en Buenos Aires el fiscal encontró a un sacerdote que tradujo las notas. En uno de los papeles, Inunciaga había escrito: "¿Y cómo vamos con eso de matar al fiscal? Cuéntame los avances de ese encargo". Heriberto Reyes ya no era un fiscal bajo amenaza. Era un fiscal en peligro.
Un digno oponente
Heriberto Reyes y los jefes de la droga tiene cosas en común: han surgido en la vida por sus medios, conocen bien su oficio y están orgullosos de lo que han logrado.
El fiscal se crió en La Granja. Su padre era peluquero y su madre cosía camisas en una fábrica. Fue a escuelas del barrio y al liceo San Francisco de la comuna. Estudió Pedagogía en Historia y Geografía en la Universidad Austral. Apenas llevaba unos meses haciendo clases cuando decidió dedicarse profesionalmente a una afición que tenía desde sus primeros días de universitario: el ballet. La puerta se le abrió tras una audición en el Teatro Municipal. Se presentó sin expectativas, con su malla y sus zapatillas de ballet, y quedó seleccionado. Bailó en Cascanueces, El Quijote, El Lago de los cisnes, y obtuvo el rol principal en Baile de graduados, pero los años pasaron y buscó nuevos horizontes, porque la carrera de un bailarín es corta. Antes de cumplir los 35, Heriberto Reyes dejó el escenario. Estudió Derecho en la Universidad Andrés Bello y se graduó en 1998.
Desde que empezó la Reforma Procesal Penal quiso ser fiscal. Obtuvo el puesto en Arica, en la especialidad de narcotráfico. "Esta área me gustó desde el principio. Era un desafío", dice Reyes. "Mi trayectoria vocacional podría parecer errática, pero todos los conocimientos que he acumulado convergen en mi trabajo de fiscal. La pedagogía me enseñó a ponerme en el lugar de mi audiencia y, el ballet, la disciplina, el trabajo duro y la capacidad de moverme en el escenario. El tribunal también es un escenario donde cada uno cumple su rol".
¿El narcotraficante es un digno oponente en el tribunal?
Para ser exitoso, cualquier empresario necesita ser creativo, competitivo y lograr que su negocio sea rentable. En ese sentido, el traficante es un empresario notable. Está en la cúspide de los delincuentes porque es lejos el más vivo. Su ingenio para esconder y distribuir la droga no tiene límites. Hablo del financista, de la cabeza del negocio, no del tipo que va en la camioneta con el cargamento.
¿Cuál es el perfil del gran narcotraficante?
Uno tiene la imagen del traficante bananero, con anillos de oro, vestido de blanco, como Al Pacino en Caracortada. Pero ese perfil no corresponde a la realidad. El gran traficante es bastante más cuico de lo que uno cree. Es un poco arribista. Su abuelo traficaba droga y vivía en la población La Legua, su padre surgió gracias al mismo negocio y se trasladó a una casona en el barrio Independencia, y el sujeto que lidera la organización ahora tiene casa con piscina en una parcela en Lonquén, en Calera de Tango o en Huechuraba. Manda a sus hijos a un colegio caro y viaja con su familia al extranjero. Su mujer usa buenas cremas. Al allanar las casas de traficantes de cierta importancia te das cuenta. En el velador de la señora hay cremas carísimas. No hay cosas de segunda categoría. El traficante subió de pelo. Es un self made man y está orgulloso de su posición.
Desde tu rol de fiscal, ¿cómo es tu relación con el narcotraficante?
Hay traficantes que entienden que esto no es nada personal. Así como su negocio es juntar droga y ganar mucha plata, el mío es impedir el delito. Asumen que están en una actividad de altísimo riesgo. El que entiende esto suele ser el traficante que tiene todo previsto. La cárcel es una contingencia que contempla: ha depositado plata en cuentas de terceros y tiene palos blancos que lo proveen de dinero a él y a su familia mientras está preso. No queda en el desamparo. Es un profesional.
¿Y por qué otros se lo toman a la personal?
Los juicios ahora son confrontacionales. Yo, que soy el fiscal, le digo al imputado en su cara que es culpable y le pido al tribunal que le dé tantos años de pena, que le incaute todos sus bienes. Identifica mi cara con su despojo. Soy el objeto de su odio, algo imposible en el sistema antiguo, porque el juez conducía las investigaciones desde su despacho. Muchas veces el narcotraficante ni le veía la cara al magistrado que lo mandaba preso 20 años. Sentía un odio abstracto contra el sistema. Ahora el sistema tiene nombre y apellido: el del fiscal.
¿Qué pensaste cuando supiste que la amenaza de Mikel Inunciaga era real?
Pensé en mi familia. Tengo dos hijas chicas. Pero recién me había separado y mi señora estaba con ellas en Santiago. Dentro de todo, me alivió saber que ellas estaban a salvo y sólo tenía que preocuparme de mi seguridad. También pensé en mi trabajo. Al principio de la Reforma Procesal, todos los fiscales fuimos formados con la mística de que estábamos llamados a hacer un trabajo importante e inédito en el país. El fiscal es el representante de la comunidad en la persecución de un delito. No podía echar pie atrás ante la amenaza. Por el contrario, iba a tener que ser mucho más riguroso en el juicio. Ceder a estas presiones es el punto de partida de la escalada de violencia que uno ve en otras partes. Pensaba en Colombia, en México, donde sobornan y amenazan a jueces y fiscales, y estoy convencido de que eso debe haber tenido un comienzo, un día primero en que alguien cedió. Los narcotraficantes no pueden, en ningún caso, llegar a la conclusión de que esta estrategia les funciona. No en este país.
Con chaleco antibalas
¿Cómo se alteró tu vida al saber que la amenaza que pendía sobre ti era seria?
El Ministerio Público tomó medidas para protegerme. Nunca más me pude juntar con alguien en un café, salir a comer, caminar por un paseo peatonal, ir al supermercado. Por orden de la Fiscalía Nacional y Regional me cambiaron tres veces de casa y me asignaron dos PPI.
¿Qué es un PPI?
Es un guardaespaldas. PPI significa Protección de Personas Importantes. Yo no era una persona importante, sólo era una persona amenazada. Dos escoltas del OS7 de Carabineros, vestidos de civil, me acompañaban día y noche. Iba a la playa y cuando salía del agua mis dos guardaespaldas, unos tremendos gallos con audífono en la oreja, estaban parados en la arena, con los brazos cruzados, siempre vigilando.
Seguías yendo a la playa, entonces.
Si quería ir a la playa no podía ir a una muy concurrida, tenía que ir a una más fome.
¿Sin conversar con nadie?
Podía conversar con gente, pero siempre con mis escoltas al lado. A veces me encontraba con conocidos que me preguntaban quiénes eran estos sujetos. Yo decía que eran funcionarios que trabajaban conmigo. En el fondo, era verdad.
Se puso fome tu vida. ¿Qué hacías?
Arrendaba películas. Iba a asados a casas de mis amigos, pero ellos no sabían dónde estaba la mía. Los únicos que conocían mi dirección eran mis jefes y el personal encargado de mi seguridad. En ese tiempo me di cuenta de que la mejor forma de sobrellevar esta situación era conversando con mis escoltas. Pasaron a formar parte de mi vida y yo, de la de ellos. Iban al banco conmigo, al mall, a todas partes. Si tenía que ir al baño, primero uno de mis guardaespaldas revisaba el lugar. Cuando me decía "está despejado", yo entraba. También me pasaron un chaleco antibalas.
¿Todos los días te ponías la camisa, la corbata y el chaleco antibalas?
Sí. Me ponía el chaleco y encima la chaqueta. Me consiguieron un chaleco de última generación, muy delgado, liviano. Era cómodo para ser chaleco antibalas.
¿Hubo algún minuto en que los guardaespaldas tuvieron que protegerte?
Un día que salimos tarde del tribunal. Íbamos rumbo a la casa por un camino alternativo –siempre cambiábamos la ruta– y uno de los guardaespaldas detectó un vehículo verde que nos seguía. Mis escoltas tenían un ojo increíble. Llamaron por radio, preguntaron por la patente del auto y les dijeron que era un vehículo arrendado en Iquique. El auto se mantenía a distancia, pero no se nos despegaba. Entonces el guardaespaldas que manejaba viró bruscamente en U y se fue directamente hacia el auto verde, como para chocarlo de frente. Quería asustarlo. El vehículo en cuestión echó marcha atrás a toda velocidad y se arrancó. Lo perdimos. Mis escoltas decidieron que no era seguro que nos fuéramos a la casa. Para que la espera no fuera tan aburrida se me ocurrió ir a una heladería que está en la playa, la Dimango. Partimos. Nos estacionamos, pedimos unos helados y al rato los guardaespaldas se dieron cuenta de que el auto verde nos vigilaba a distancia. Llamaron por radio y en segundos llegaron varios vehículos de Carabineros a interceptarlo. Pero el tipo arrancó de nuevo.
¿Cómo quedaste después de eso?
Angustiado. Alterado. Sentía que me tenían en la mira. Pero la vida continuaba. Al día siguiente tenía que ir a los tribunales a seguir con otros casos.
¿Te pasó algo por el estrés?
Tuve alopecia. Se me cayó el pelo por manchones, unos perfectos círculos, como monedas. Después los manchones se empezaron a cubrir de pelo blanco.
¿Tenías pesadillas?
Sí, pero no soñaba con que me iba a pasar algo. Tenía pesadillas con el juicio: me declaraban ilegal la prueba o no llegaba el testigo, ese tipo de catástrofe. Pero lo que más me alteró fue algo que pasó semanas después. Había trabajado hasta las diez de la noche y con mis guardaespaldas veníamos llegando al edificio donde yo vivía. El portón eléctrico estaba abierto de par en par y la cámara de seguridad estaba volteada hacia la pared. Mis escoltas avisaron por radio y llegó un montón de gente del OS7. Estuvieron hasta las 2 de la mañana revisando las escaleras, los tarros de la basura, los autos del estacionamiento, buscando gente o explosivos. Mientras, yo esperaba en mi departamento con mis guardaespaldas. A las 4 de la mañana, el oficial a cargo de mi seguridad resolvió que me cambiaran de casa. Tuve que huir en medio de la noche casi con lo puesto. Al otro día tenía que seguir atendiendo otras causas, como cualquier cristiano que va al trabajo. Eso era agotador.
¿Pensaste en algún momento en salirte del caso?
Mis jefes me dieron esa opción, pero no quise. Eso hubiera sido darles la razón a los narcotraficantes. Mikel Inunciaga no podía recibir esa señal.
El veredicto
En octubre de 2004, días antes del juicio oral contra Inunciaga, un gendarme del tribunal vio que una mujer sentada entre el público hacía un mapa del edificio con sus accesos. La interrogaron. Tenía acento español. No había pruebas en su contra y la dejaron libre, pero Gendarmería redobló las medidas de seguridad en el centro de justicia.
¿Dormiste bien la noche antes del juicio?
No dormí bien ninguno de esos días. El día del juicio me levanté a las seis de la mañana. Tenía elegida la ropa. Quería reflejar rigor y austeridad. Me puse un traje azul marino, camisa blanca y una corbata sobria. Creo que es la imagen que debe proyectar la Fiscalía. Como de costumbre, me tomé un café de grano bien fuerte que yo mismo preparé y un jugo de pomelo recién exprimido. Me hice un sándwich que apenas comí. Cuando estoy muy nervioso se me cierra la garganta. Mis guardaespaldas me llevaron en auto al tribunal. Toda la manzana estaba acordonada, con carabineros y perros. El centro de justicia había sido revisado por dentro y por fuera el día anterior. Los gendarmes, que habitualmente portan sus armas de 9 milímetros, llevaban fusiles automáticos. El control de acceso al público era tan riguroso como el del aeropuerto. Cuando llegué había unos treinta gendarmes formados. Un capitán estaba a cargo del contingente. "Buenos días, señor fiscal", me saludó con voz fuerte y marcial. Tratando, por respeto, de reproducir el mismo tono golpeado, les dije a los gendarmes: "Buenos días, caballeros". Me respondieron atronadoramente. Lo entendí como una muestra de apoyo. No estaban saludando a Heriberto Reyes. Estaban saludando al fiscal.
¿Cómo fue cuando Inunciaga entró al tribunal?
Él venía con el aplomo de siempre. No venía a ser enjuiciado. Venía a dar una batalla. Había contratado a tres excelentes abogados para que lo defendieran. Lo interrogué durante cinco horas y media. Llegó preparado, con una agenda tamaño cuaderno universitario, con unas doscientas páginas escritas a mano. Es un hombre frío, metódico, que no se deja llevar por la presión del momento. Sus movimientos son precisos. Si fuera abogado, sería un abogado extraordinario. Lograr que se contradijera iba a ser muy difícil.
¿Entonces cuál era tu plan?
Preguntarle por cada detalle hasta encontrar una contradicción. Como él estaba mintiendo –que es una premisa que no hay que perder de vista– necesariamente, tarde o temprano, quedaría al descubierto una hebra. Y si yo tiraba de ella en el momento oportuno, todo lo que él había tejido, se desarmaría.
¿Pasó eso?
Ocurrió. Pero ocurrió a las cuatro horas de interrogatorio. Inunciaga estuvo en Perú días antes de que el cargamento de cocaína cruzara la frontera hacia Chile. Obviamente, había ido a coordinar el traslado de la droga, pero tenía una coartada. Dijo que había viajado para buscar un motor usado porque necesitaba un repuesto para su avión personal. No era raro que tuviera su propio avión: la Fiscalía había calculado su patrimonio en 20 millones de dólares. Le pregunté si tenía conocimientos de mecánica de aviones. Me dijo que no, que para eso tenía a un mecánico. Entonces le pedí que me explicara por qué había viajado a Perú solo, sin el mecánico que hubiera podido verificar el estado del motor que le interesaba. No supo qué contestar. Empezó a contradecirse. El centro de su coartada se había caído. Había encontrado su talón de Aquiles.
¿Terminaron calientes los ánimos cuando quedó al descubierto la mentira?
Hubo un pequeño receso y los ánimos de los abogados defensores de Inunciaga estaban muy caldeados. Como litigante soy un poco… como decirlo… soy un poco hostigoso. En un juicio importante le objeto a mi oponente todas las preguntas que puedo. Durante el receso nos quedamos todos en la sala. Uno de los abogados defensores, el más experimentado, se me acercó y me dijo: "Hasta cuándo me huevéai mocoso de mierda". Yo fui bien pesado y le contesté: "En realidad, el único que vino a trabajar a este juicio soy yo". Me tiró un combo. Tres gendarmes armados se le abalanzaron y mis guardaespaldas saltaron a cubrirme como un resorte. El puño del abogado quedó a tres centímetros de mi cara. Me costó volver a concentrarme en el juicio, pero tenía la seguridad de que estaba bien protegido.
¿Cuánto duró el juicio?
Una semana. Partíamos a las 9 de la mañana y terminábamos a las 6 de la tarde.
¿Cómo esperaste el veredicto?
Le di mil vueltas a lo que hice en el juicio, a lo que podría haber dicho y no dije, a las pruebas. Sentía que había hecho todo lo que estaba en mis manos, pero soy muy malo para los pronósticos. Nunca sé si van a declarar al imputado inocente o culpable. Respiré hondo para escuchar el veredicto. Declararon a Inunziaga culpable por tráfico de cocaína.
¿Cómo recibiste el impacto?
Sentí el alivio enorme de que esto se acababa. Estaba agotado. Le dieron 10 años de prisión. Seis meses después me vine a la Fiscalía de la Región Metropolitana.
¿Tu traslado a Santiago tuvo que ver con la amenaza de muerte de Inunciaga?
No me vine arrancando de nadie. Quería estar en el centro de la Reforma Procesal, más cerca de mi familia. Acá, en la Fiscalía Metropolitana Occidente, sigo siendo fiscal antidroga e investigo casos de narcotráfico.
Inunciaga ya cumplió tres años en la cárcel. Va a salir libre en siete años más. ¿Te sigue rondando su amenaza?
En teoría, para que se cumpla su amenaza da lo mismo que esté libre o preso. Pero si es un profesional en lo que hace, como pienso que es, debería comprender que caer en la cárcel es parte del negocio. Esto no es nada personal. Él puede ser una buena persona, pero escogió ganarse la vida –y hacer fortuna– de una forma que no está permitida. Confío en que entienda que, simplemente, estamos en lados opuestos del mostrador.