Cuando Adriana (39) era chica y su padre buzo y pescador tendía su red en el patio para que se secara, ella no podía tocarla. Ninguna mujer podía, porque si lo hacían, la ‘enyetaban’, como decían los pescadores de la zona. Tampoco podían subirse a un bote, porque eso también traía mala suerte.

No era así, según recuerda, en la parte del archipiélago, donde es común ver al matrimonio salir a pescar. Pero donde creció ella, cerca del Canal de Chacao y más pegada al océano, la relación con el mar es distinta; todos han perdido a algún ser querido en el mar y en la desembocadura que sale al canal los accidentes son frecuentes. Adriana los ve desde su ventana. Y todo eso va configurando la memoria colectiva.

Por eso, según ella, los chilotes no son buenos nadadores. Ella, de hecho, no sabe nadar. Sus dos hermanas, su hermano y su mamá, tampoco. Y su papá, que todos los días de la vida sale a bucear a las 7 de la mañana para recoger la comida en el fondo del mar, se sabe mover lo suficiente como para sobrevivir, pero tampoco cuenta con mayores técnicas de natación. “Va más allá de la capacidad física o motriz, es una tranca psicológica que llevo años trabajando. Lo he intentado muchas veces, y solo lo he logrado cuando me he caído al agua y mi instinto de supervivencia me hace moverme, pero si estoy en una playa no puedo cruzar de un lado a otro nadando”, explica. “Son elementos que van quedando ahí en la memoria y aunque tenga el impulso y las ganas, he pasado por etapas en las que me da un pánico terrible. Soy navegante y no sé nadar, es una dualidad muy fuerte”.

Su tío, de hecho, murió buceando. Y cuando ella era chica, por más que quería ir a la playa para aprender, nadie la llevaba. Su papá trabajaba ahí todo el día, entonces cuando volvía a la casa, no quería saber nada con el mar. “Si uno no se arrancaba o era un poco pinganilla como decimos nosotros, no había cómo aprender. Acá nos enfrentamos al mar desde el respeto y un poco de miedo”.

Aun así, en la medida que fue creciendo y que su padre entendió que su hijo hombre no iba a ser su compañero en la pesca y el buceo –como siempre había querido–, Adriana empezó a agarrarle el gusto a las embarcaciones. Cada vez que se subía a una lancha –conoció la vela mucho después– era la primera en irse a la proa, y eso lo identificó cuando una vez le confesó a su prima que no estaba del todo segura si sus ganas de seguir interactuando con el mar eran para mantenerse vinculada a ciertas personas o si se debían a un interés personal. A lo que su prima le respondió ‘desde que somos chicas, tú eras la que siempre estaba en la proa colgando mientras nosotros estábamos escondidos en algún lugar porque nos daba susto la ola’. Ahí supo que se trataba de algo personal. Y desde entonces, y luego de estudiar ingeniería comercial en Valdivia, nunca se ha alejado. Fue ahí que conoció a Daniel, un santiaguino obsesionado con los veleros que le enseñó a navegar a vela y con el que hizo su primera navegación oceánica.

¿Cómo fuiste articulando tu interés por la navegación?

Cuando estaba en la universidad me hice amiga de Daniel, que luego fue mi pareja. Nuestro acercamiento en un principio se dio por la música; él era híperactivo y se lo habían tratado con un tambor, entonces se dedicaba a la percusión. Estudiaba ingeniería naval y navegaba, y a mí siempre me llamó la atención que un santiaguino estuviera tan entusiasmado con el mar. Nuestra amistad se fue dando por ahí. Pero luego de terminar la universidad me fui a vivir a la Patagonia y él a Alemania, donde se dedicó a competir en regatas.

Yo en ese entonces estaba trabajando en una fundación y me dedicaba a la restauración patrimonial, estaba encontrando vetas que me gustaban. Pero la vida quiso que nos siguiéramos cruzando; un día me escribió y me dijo que había renunciado a todo, se había comprado un velero e iba a cruzar el océano, desde Inglaterra hasta Brasil. Su invitación era a encontrarnos allá. Lo evalué mucho, como suelo hacer, pero por primera vez también hice el ejercicio de simplificar las cosas; tenía días de vacaciones, tenía la plata y, lo más importante, tenía las ganas. Me fui y empezamos a navegar juntos, en un velero enano de seis metros. Y yo sin ningún documento. Hice los cursos recién cuando volví a Chiloé hace un par de años.

Mi primera navegación oceánica fue en el 2011, nos fuimos de un punto a otro de Brasil. Fueron seis días de navegación en los que al principio lo pasé pésimo. Era un bote a pura vela, sin motor, y cuando Daniel me dijo ‘negra estamos en aguas internacionales’ me desplomé. Pero él sabía que el mal de mar dura un par de días y después, si alcanzas a estar en el océano, empiezas a ver todo el otro lado hermoso. Luego de eso nos fuimos juntos a Estados Unidos con un velero nuevo que reparamos. Zarpamos desde ahí y navegamos toda la zona del Caribe durante un año entero. Nos había salido un trabajo en Bahamas así que tuve que aprender a ser tripulante. Todo lo que sé hoy lo aprendí de golpe y medio a la fuerza porque cuando estás ahí, no te queda otra.

¿Después te dedicaste a viajar sola?

Finalmente nos separamos y yo me fui a Europa a viajar en bici, pero con intenciones de volver por el océano. Con los veleros también se hace ‘dedo’, como con los autos, y hay ciertos puntos en los que se da con más facilidad. Uno de ellos es Canarias. Fui para allá, me puse a buscar velero –para encontrarlos hay que poner avisos y esperar que te llamen, pero está lleno de avisos. En el mío fui concisa y puse que era de Chiloé y la cantidad de millas recorridas– y finalmente encontré uno. El capitán era israelí y nos fuimos tres en total; nos turnábamos navegando, haciendo guardia y cocinando.

Fue en esa época que tuve la oportunidad de vivir en veleros, hacer la vida de navegante y negarme de cruzar en uno porque pensé que no era lo suficientemente seguro. Todo eso fue un gran aprendizaje. En el 2016, después de cruzar el Atlántico, volví a instalarme en Chiloé. Pero esta vez para navegar.

Así fue como di con el club de deportes náuticos que hay en Ancud y me empecé a asociar a ellos. Me enteré que se hacía una regata por la Ruta del Caleuche y me empecé a vincular con embarcaciones más de la tradición chilota. Supe también de un grupo en el sur de Castro que estaba convocando a clases de vela, los llamé y me contestó María Ignacia Berríos y quise conectar con ella al tiro. Estaba feliz de apoyar cualquier iniciativa de navegación y más aun si era de mujer. Yo además tenía el sueño de volver a ver la costa llena de veleras. Así fue como organizamos el primer encuentro náutico en Ancud.

Hoy del club queda la estructura directiva e incorporamos a una amiga mía arquitecta restauradora en madera. Y creamos una red de navegantes insulares.

¿Te cruzas con muchas mujeres en este rubro?

Son muy pocas, acá sobre todo. Pero hay más que antes, por eso cuando aparecen, voy y las busco; siento la necesidad de apoyarlas. Por ejemplo, hace poco me enteré de una chica de Puerto Montt que empezó limpiando barcos y hoy tripula en la Antártica. Hay muchas en la orilla, trabajando como algueras, pero somos pocas las que estamos arriba de los barcos y no nos conocemos. Por eso hay que estar atentas para ir generando red. Con María Ignacia de hecho hicimos una navegación de puras mujeres y fue curioso, porque igual nos miraban y preguntaban ‘¿dónde está el capitán?’.

En la última Ruta del Caleuche nos pasó algo a las dos; fuimos patronas de embarcación, cada una iba en un barco con sus propios tripulantes y cuando completamos la ruta y llegamos a la ceremonia –donde se suele reconocer a los patrones de barco–, reconocieron a nuestros tripulantes y no a nosotras.

Fue muy incómodo porque todos sabían que éramos capitanas. Pero aún así, no nos llamaron a nosotras. Por eso creo que aunque hayan cambiado las cosas, falta mucho por romper las estructuras. Mi fortuna ha sido la de ir por lo que me gusta y lo he podido hacer, pero no todas pueden. Yo tuve que mirar hacia otros lados, como Francia por ejemplo, donde hay mujeres que viven solas en un barco y cruzan el océano. Acá eso es impensado. Pero por lo mismo hay que abrir el camino para otras, para que las más jóvenes tengan referentes, para que seamos más, y para que todas vayamos aprendiendo la una de la otra.