Primero, a principios de los ochenta, mis papás recibieron un terreno a través de mi abuelo. Estaba en pleno centro de Castro, en la calle Ramírez. Luego construyeron la casa, el '85, pero para el '90, cuando yo nací, ya había mutado tras una serie de ampliaciones. La fachada tenía distintos materiales: los lados eran de tejuelas de alerce, el frente de tablas de madera y la parte trasera, que era donde se había hecho la última ampliación, estaba cubierta con planchas de zinc. Todo pintado de un color vino tinto. Por dentro, lo mismo: ventanas y puertas que se agregaron, paredes que se botaron. A veces se me hacía grande, sentía que me perdía en ella. Me daba esa sensación de laberinto que solo el buen conocedor del terreno puede descifrar. Además, como era antigua y de madera, sonaba mucho: podías estar en la cocina y sentir un crujido en el segundo piso. Mi mamá me dijo, para que no tuviera miedo en las noches, que era porque alguien de mi familia estaba arriba.
Como en toda buena casa chilota, la vida transcurría al interior de la cocina. No solo era el lugar de reunión de la familia a la hora de las comidas, sino también el lugar donde mirábamos tele, hacíamos las tareas y jugábamos. Había mucha vida ahí, por la radio que todo el día estaba prendida al ritmo de una ranchera, las cosas ricas que se hacían para la once -como pan amasado y milcaos- y las constantes visitas que circulaban por ahí, desde mis abuelos y familiares hasta la señora que pasaba a vender huevos. La puerta trasera de la casa estaba siempre abierta, y hasta fines de los noventa tuvo un cordel afuera que permitía que cualquier persona pudiera abrirla.
Hasta los 2000, calle Ramírez siempre fue un barrio de vecinos eternos. A diferencia de lo que ha pasado en Santiago u otras comunas de Chile, en Castro la segregación socioeconómica no era espacial, por lo que el barrio era diverso. Había rincones más peligrosos, otros más seguros, pero al final del día todos nos conocíamos y éramos vecinos. A una cuadra estaba la calle San Martin, caracterizada por su ajetreo y flujo de gente, debido a que ahí había dos escuelas, un terminal de buses y varios supermercados y negocios.
El terreno donde estaba mi casa era bastante grande, podría decirse que casi un octavo de la manzana. El límite trasero daba al terminal de buses rural. Por esos años mis papás eran dueños de una empresa de buses local de recorridos inter urbanos, así que por la noche todos los buses se estacionaban en el patio. Atrás había un taller mecánico que construyó mi papá para ellos. Por sobre el taller hizo una casa-habitación donde vivió mi abuela paterna muchos años, y luego otros familiares.
Como el espacio lo permitía, recuerdo que cuando era muy chica había un chiquero al final del sitio, con un chancho al que se le daban las sobras de la comida. Más borroso es el recuerdo de un gallinero, aunque ya para 1996 todo rastro de cría de animales había desaparecido. En Chiloé esa práctica no era tan inusual para la época, o por lo menos sé de gente de mi edad o mayor que también recuerda haber tenido gallinas o un par de corderos en el patio, en pleno centro de la comuna, probablemente reflejo de una reciente migración campo¬–ciudad o una vida urbana constantemente ligada al campo.
Viví en esta casa desde que nací hasta los dieciséis años. El 2006 mis papás construyeron una casa nueva al fondo del sitio, más chica, pero con más altura, para aprovechar la vista al mar. La casa en la que crecí es hoy las dependencias de la Inspección del Trabajo de Castro. Aunque mis papás viven a unos metros de ella, he regresado solo una vez para verla por dentro. En mi mente la casa era gigante y oscura, y en realidad era más luminosa y pequeña. Cuando comenté que esa era la casa en la que crecí, una persona que trabaja en la Inspección me contó que, aunque les gusta, están seguros de que en ella penan. Que varios funcionarios han tenido un par de experiencias sin explicación, como sentir que hay gente cuando no la hay o encontrar luces prendidas por la mañana. Puede que la explicación de mi mamá, de que la casa sonaba por vieja y que un familiar caminaba arriba haya sido solo para calmarme, o puede que sea verdad y que esos crujidos sean el sonido de una casa de madera con infinitas historias que contar.
Nayadeth Arriagada tiene 28 años y es socióloga