Nicanor Parra Revisitado

Un homenaje a Nicanor Parra. ¿A pito de qué? Pretextos sobran y el primero es el de hacer un simple ejercicio de reconocimiento a su figura tutelar. Stopwriting. Ha llegado la hora de leer. Ultima Feria Nacional del Libro. Después de esta Feria no hay otra. A soñar a soñar que el mundo se va a acabar. Con este artefacto, nuestro poeta tomó una vez más el megáfono para irrumpir con su mercadería en la plaza pública. Parra empezar habría que empezar a leer a Parra.




Parra no da entrevistas pero también da entrevistas y se sabe en los medios que se pone chúcaro, que cobra y que le dan lata, pero todo depende, y él es un maestro de la paradoja. Nos dio la pasada para ir a verlo a Las Cruces."Es la casa de la palmera, un poco más allá de la Posta", nos dice por teléfono para dar sus señas. Para allá partimos, periodista y fotógrafa y cuando llegamos a la calle Lincoln no era una sola la casa con palmera, eran por lo menos dos, con el agravante de que íbamos atrasadas y en un auto sin marcha atrás. En resumen: Parra nos recibe con dos besos por nuca, uno en cada mejilla, total: 4. Comentamos frente al ventanal con vista al mar lo bueno que sería irse de Santiago. Los lugares comunes son inevitables. Parra los descubrió hace tiempo y los aprovecha como nadie. Es conocido su gusto por las casas –Isla Negra, Conchalí, La Reina– y nos cuenta que está viviendo de frentón aquí donde lo vemos desde diciembre del año pasado. En una mesa de la terraza hay un atado de cuadernos tipo universitario de hoja blanca, llenos de apuntes con su inconfundible y bonita letra grande. Bajamos por una escalera hacia las ruinas de la casa del lado, bautizada como "el castillo negro", también propiedad del poeta y que, como la carpa donde se presentó en tiempos de dictadura su obra de teatro Hojas de Parra, se inflamó una noche equis, producto de un misterioso incendio. Quedaron paradas eso sí, unas escenográficas columnas de piedra aglomeradas con cemento y nos sentamos por ahí, en unas sillas de lona desteñidas y de tijera, al sol.

Quién lava los platos

No era la primera vez que intentábamos hincarle el diente a Parra y sabíamos lo fregado que se pone cuando le sacan grabadora. Lo de piratearle la voz nos resultó una vez, en 1991, cuando acababa de recibir el premio Juan Rulfo –por su "poderosa reafirmación de la capacidad innovadora de la moderna poesía latinoamericana"– y se encontraba traduciendo El Rey Lear al lenguaje chilensis para el montaje de la Universidad Católica. Nos dio la dirección que, además de un número, incluía una letra: "¿D de dedo?", le preguntamos. "No, D de Dios", nos contestó. En esa oportunidad uno de los temas fue la lengua materna, de qué es madre la madre como transmisora de la palabra y de cómo el habla de la suya, Clara Sandoval, se había vaciado en sus Sermones y prédicas del Cristo de Elqui.   Dos años después nos recibió de nuevo. La conversación se fue como por un tubo; Parra transmitió ese día con Nietzsche, de la oposición entre el logos y la naturaleza y del terno que se compró por primera vez cuando, en 1963, lo invitaron a la Unión Soviética. El reloj corrió veloz hasta las once de la noche, salimos encantadas y sin entrevista porque él no quiso grabadora, adminículo del que hasta entonces éramos síquicamente dependientes.Ahora se repite la escena. Ahí está Parra, que es un gran contador de historias, desplegando su chispa oral, contagioso y envuelto en una parka blanca. Llega Corita, la asesora del hogar que le organiza la vida doméstica al antipoeta, con una bandeja con aceitunas, vino y queso de cabra. Es muy joven y llegó allí desde el sur, hace cosa de un año, a través de una agencia de empleos. Al principio no hablaba ni tampoco respondía cuando Parra se dirigía a ella, entonces él un buen día le pidió explicaciones: "No contesto preguntas tontas", dice que le dijo y que siguió pasando el chancho. Pero parece que está contenta, calcula su empleador quien confiesa que cuando ella se fue a visitar a su familia para las fiestas patrias, tembló porque pensó que no iba a volver. Recuperó la compostura cuando la vio entrar, maleta en mano, por la puerta porque de ella depende que no se le desarme la casa y la vida. Mal que mal y él lo ha dicho: "El verdadero problema de la filosofía/ es quién lava los platos/ nada del otro mundo/ Dios/ la verdad/ el transcurso del tiempo/ pero primero quién lava los platos". Con Corita ahora van juntos a la feria. Dice que no quiere entrevista, que después cuando se lee se encuentra idiota, que si sacamos grabadora empezaría la tarea y que no quiere entrar en ese rigor mortis. Soltamos entonces ese hueso y nos plegamos a lo que vaya saliendo.Primero que nada, Las Cruces es muy lindo y las dos casas de Parra están instaladas en una loma que desciende, en terrazas, sobre el mar.  A un costado de donde estamos se encuentra el Hotel Trouville, hasta ahora ajeno, como el resto del bal-neario, a las retroexcavadoras y a la ansiedad por "lo nuevo" que ha ido borrando del paisaje común los hitos reconocibles. Para un ecopoeta como Parra el tema se pasó de castaño oscuro y lo saca a colación cada vez que puede en sus alocuciones públicas. No hubo invierno este año y la sequía arrecia. El planeta no da para más; por eso, como él dice, muchos los problemas y una sola la solución: economía mapuche de subsistencia.Una serie de enigmáticos tablones de madera dispuestos como puentes levadizos nos llaman la atención. Son las construcciones de Tololo, el nieto de Parra, hijo de Colombina. "¿Por qué los gatos dicen miau? Si yo fuera gato diría guau", dice Parra que le ha dicho su nieto. De tal palo tal astilla. Y que en el jardín infantil donde lo llevan, cierto día no respondió presente cuando pasaron lista. "¿Por qué no contestas?", le preguntaron: "Es que yo no me llamo así", contestó. "¿Cómo te llamas?", inquirió la parvularia. "Hamlet", contestó el Tololo que en realidad se llama Cristóbal Ugarte.

Mariposa resplandeciente

Hemos entrado en un tema crucial porque como repite siempre Parra cuando le preguntan por los diez libros más importantes del mundo: primero Shakespeare; segundo Dios, exista o no exista y tercero: conversable. Sabíamos que ahora las había emprendido con una traducción a su pinta de la tragedia del príncipe de Dinamarca. "Traduciendo, no. Reescribiendo", corrige cuando le preguntamos en qué va. Nos dice que el problema en Hamlet es, más que el regicidio, son los cuernos que le pone su madre Gertrudis, al padre. Que de ser cornudo nadie se escapa empezando por él mismo y que el que esté libre de pecado lance el primer pájaro, perdón, la primera piedra. Aparece Nietzsche una vez más en el horizonte de sus maravillamientos a propósito de su trabajo actual: lo que él ha llamado "el discurso huaso". "Porque afírmense en sus sillas", nos advierte; "Esto no lo dijo el Papa sino Nietzsche sobre las condiciones que debe cumplir el texto para que funcione: debe ser sano, tolerante y ¡con-ci-lia-dooor!". Parra se muerde el labio y se agarra la cabeza a dos manos en uno de sus ademanes típicos. La conversación ha entrado en calor. Asegura que el requisito planteado por el autor de Así hablaba Zaratustra se cumple a cabalidad en Shakespeare y que esos tres principios –sano, tolerante y conciliador– son los que él postula como propios del "discurso huaso". Cuenta entonces que cuando él era un joven, los huasos, allá en la zona de Chillán, acudían a una especie de justa verbal donde lucían su ingenio y su capacidad de mantener en vilo a la audiencia. Como en el circo romano, los asistentes se manifestaban con pifias o apuntando con el pulgar hacia el suelo cuando el orador empezaba a aburrirlos. Eso formaba parte de la entretención y no había nadie que resistiera la prueba por más de cinco minutos, salvo uno de ellos que lograba mantener la atención general durante una media hora en que hasta las moscas suspendían su vuelo. Se llamaba Filorónomo Vásquez. ¿Qué había sucedido? Se había instalado la gracia inconmensurable y misteriosa del discurso sano. En eso anda Parra. Si en años anteriores el Tao Te Kin ingresó a sus lecturas de cabecera, ahora le llegó el turno al Código de Manú, tratado de sabiduría proveniente de la India antigua donde, nos informa, se definen cuatro edades en la evolución de todo hombre –la última es la del asceta– la cual, de no cursarse, obligaría al infeliz, una vez muerto, a volver a reencarnarse. El asceta, dice el poeta, "ya ni siquiera necesita moverse, es sólo una imago, una mariposa resplandeciente". ¿Será el caso de Parra? El hombre tiene 84 años. Sabe lo que sabe porque nació con antena, además de saber por viejo y por diablo; tiene una memoria escalofriante y se ha perfeccionado en el arte de permanecer vivo coqueteando siempre con la muerte: se la ha llevado a la cama en sus poemas después de tratarla de "vieja lacha" y, a propósito de la reencarnación, dejemos que conteste El Anti-Lázaro: "Muerto no te levantes de la tumba/ qué ganarías con resucitar/ una hazaña/ y después/ la rutina de siempre/ no te conviene viejo no te conviene". Eso no quita que por mientras pregunte: "Quién eres repentina/ Doncella que te desplomas/ Como la araña que pende/ Del pétalo de una rosa", o que también confiese: "Lo que yo necesito urgentemente/ es una María Kodama/ que se haga cargo de la biblioteca/ alguien que quiera fotografiarse conmigo/ para pasar a la posteridad", o que escarnezca la suerte de los viejos verdes a cuyas casas, nos larga, "llegan las lolas preguntando por los tragos y después salen arrancando con las billeteras". ¿Qué onda Parra? Variadas, variadas y aquí aprovechamos la ocasión para sacarle en cara su vena más lírica, la que por ejemplo está en Cartas a una desconocida: "Cuando pasen los años, cuando pasen/ Los años y el aire haya cavado un foso/ Entre tu alma y la mía; cuando pasen los años/ Y yo sólo sea un hombre que amó,/ Un ser que se detuvo un instante frente a tus labios,/ Un pobre hombre cansado de andar por los jardines,/ ¿Dónde estarás tú? ¡Dónde/ Estarás, oh hija de mis besos!"Grita Corita desde la casa de al lado: "Está listo el almuerzo". Trutros cortos con arroz graneado, ensalada de tomate con cebolla, tutti frutti de postre, con manzanas, naranjas y plátanos picados en trozos diminutos: delicadezas de la Corita, dice el calavera de Parra, "porque ella cree que tengo plancha de dientes". Así es como juega al corre el anillo este príncipe y bufón de la comarca: una de cal y otra de arena, que eso es también –y en el fondo–, el discurso huaso. Suena el teléfono. De Colombina para su padre. Hablamos de lo fuertes que pueden ser los edipos: "Todos estamos enamorados de la Colombina", sentencia. Son las 4 de la tarde. La cortesía mínima aconseja levantar el vuelo. Agradecemos la hospitalidad y retornamos, ese día miércoles, a Santiago a propósito del cual, como lugar para vivir caben todo tipo de dudas, como lo expresa el antipoeta: Esto tiene que ser un cementerio/ de lo contrario no se explicarían/ esas casas sin puertas ni ventanas/ esas interminables hileras de automóviles/ y a juzgar por estas sombras fosforescentes/ es probable que estemos en el infierno/ debajo de esa cruz/ estoy seguro que debe haber una iglesia.

Delirio con método

Hacer bajar a los poetas del Olimpo. Esa es la tarea en la que se involucró Nicanor Parra quien, ya en 1937, había escrito en Cancionero sin nombre: "Déjeme pasar señora/ que voy a comerme un ángel". Pasarían 17 años hasta la publicación de Poemas y antipoemas que sienta las bases de su gran movida estética, la que revolucionaría, según los críticos, la manera de poetizar en todo el mundo hispanoparlante. "Según los doctores de la ley, este libro no debiera publicarse:/ La palabra arco-iris no aparece en él en ninguna parte", especifica Parra en Advertencia al lector con su tono ladino. Corría 1954 y había cumplido 40 años. La tarea no había sido menuda, porque tenía claro que para atreverse a abrir la boca era necesario hacerlo diferenciándose de titanes del calibre de Neruda, de la Mistral, de Huidobro y al mismo tiempo conseguir mediante lo escrito, una densidad equivalente. ¿Qué hacer frente a estos monstruos? "Por una parte hay que eludirlos a todos, y por otra hay que incorporarlos", contestó alguna vez. En Estados Unidos, los poetas de la llamada generación beat como Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Laurence Ferlinghetti y Gregory Corso lo saludan como a uno de los suyos, lo traducen y lo difunden. Hoy día la voz de Parra forma parte del patrimonio común y su modus operandi caló hasta decir basta –porque abundan sus imitadores– en las generaciones que le siguieron. A sus Versos de salón (1962), siguieron Canciones rusas (1967), Obra gruesa (1969, con la que se hizo acreedor al Premio Nacional de Literatura), Artefactos (1972), Sermones y predicas del Cristo de Elqui (1977), Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979), Hojas de Parra (1985) y Poemas para combatir la calvicie (antología, 1993). Paralelamente su producción se amplió al campo de la visualidad y del objeto a través de sus Trabajos Prácticos y a sus Discursos, género que sintetiza su pensamiento y modo de apearse como crítico de la cultura de su tiempo. Lo que le interesa, nos dice, es cuando se hace presente en el texto lo que él llama "reason in madness" o sea el delirio, pero con método. Para quien desee entrar en su mundo recomendamos Conversaciones con Nicanor Parra, de Leonidas Morales publicado por la Editorial Universitaria: además de ser muy entretenido a nivel biográfico, da cuenta de cómo el poeta fue encontrando sus propias claves literarias.

No hay primera sin segunda

Hubo una segunda visita a Parra, un sábado, tres días después de la primera. Le pedimos una hora para aclarar unas dudas. Nos quedamos todo el día con él.

Primera escena

11 a.m. Estamos en el pequeño comedor aledaño a la cocina. Del maletín sacamos una edición de Hamlet, recién salida de imprenta, de la editorial Universitaria. Nuestro anfitrión se interesa de inmediato: el traductor es un chileno, un anónimo héroe de la erudición llamado Juan Cariola. Según el antipoeta, lo hizo mejor que nadie. Cuenta que cuando llegó esta traducción por primera vez a sus manos quedó boquiabierto y buscó al autor en la guía de teléfonos. "Había varios Juan Cariola, pero este es Juan Cariola L (ele), ¿o no?". En efecto, le corroboramos comprobando el detalle en los créditos y otra vez, su memoria caballa. "Me contestó una señora y me dijo que sí, que Juan Cariola era su hermano pero que había muerto y que ella no sabía nada de quienes podían informar sobre su demás trabajos." Como ése, dice, hay otro caso notable: el del sacerdote jesuita Juan Salas Edwards, quien, en 1904, tradujo a Esquilo, directo del griego. Sale y vuelve con un bello ejemplar que encontró por casualidad hundido en las estanterías de una librería de viejos. ¿Quién celebra y aprovecha en Chile estas proezas?

Segunda escena

Tocan la puerta. Corita anuncia a las visitas. Son tres jóvenes. Parra me dice que le interesan porque tienen que ver con una antigua casa de Las Cruces que a lo mejor se puede salvar de la demolición. Le digo que entonces me voy. Me dice que no, que lo siga. Me lleva a un dormitorio del segundo piso. Abre la ventana de par en par por donde entra todo el paisaje y me deja frente a una pequeña mesa cubierta con un mantel de terciopelo amarillo donde hay algunos de sus cuadernos manuscritos. Ahí mismo se debe sentar él a menudo aunque, según me aclara después, esta es la pieza de su hijo Juan de Dios. De Colombina y Juan de Dios le tocó ser mamá y papá, por eso son tan pegados con él, me voy enterando. Llegó incluso el momento de optar por separarse un poco; los dejó a ellos en la casa de La Reina y dice, así como para callado y bajito, respecto de las relaciones con las personas en general: "Que nunca te arrastren; que te sigan". No me atrevo a moverme de la silla donde estoy pero distingo en el ropero abierto los lomos de las Obras Completas de Kafka, el Poema del Mío Cid, La divina comedia y El lazarillo de Tormes. Desde la terraza del primer piso, y cada tanto, suben por el aire las risas de los visitantes: Parra ya los tiene en su saco de seductor. En uno de los cuadernos abiertos leo: "Estoy de acuerdo con Arteche: la antipoesía no vale nada/ Pero cómo convencer al resto del mundo de que él y yo estamos en la razón".

Tercera escena

Han llegado quince jóvenes más. Son estudiantes de arquitectura y algunos de ellos forman parte activa de las Antiparra Productions, grupo no organizado de acciones varias asociadas de una u otra manera a la obra del poeta. Ahora se trata de hacer un plano de la casa de Isla Negra. Para allá partimos en caravana. La casa queda entre un montón de pinos. Se la compró Parra con el adelanto que recibió por su Obra gruesa. La idea es hacer de ella un antimuseo: alternativa de competencia para la casa de Neruda y un universo donde ha quedado suspendida toda la sibilina estética de don Nica. En ese laberinto de piezucas reinan sus Trabajos prácticos, hechos de nada. Un huevo parado sobre la cubierta de una vieja cómoda: el descubrimiento de América. Una cruz sin Cristo con la lectura: "voy y vuelvo". Una Venus de Milo con el siguiente cartel: "soy frígida, sólo me muevo con fines de lucro". Una pantufla huacha acompañada de la lectura "levántate y anda". Cajas de fósforos, botellas, un caballito de plástico donde se balanceaba cuando chico su hijo Juan de Dios, condensan la parriana manera de mirar. Los estudiantes miden muros y puertas. En lo que podría ser un garaje, está escrito con palitos "Capilla Literaria". Parra abre las puertas. Adentro, en efecto, hay un púlpito y dos hileras de sillas a sus costados. El garaje creció. Parra lo fue ampliando y dice que la construcción empezó a ser como una gallina con un ala abierta. Después le hizo un cucurucho arriba: la pajarera. Una estudiante baja de allí comentando lo linda que la encuentra. Parra le dice: "Es tuya cuando la necesites".

Última escena 

La tropa completa, incluyendo a una gringa surfista que aterrizó por azar en el grupo, se dirige a almorzar al Caleuche. Eso queda al lado del mar. Desde el estacionamiento llega un niño de unos nueve años y le pregunta: "Señor, ¿usted es Nicanor Parra?". Se llama Boris Avendaño, cursa quinta preparatoria ahí en la escuela local y cuida autos en sus ratos libres. "A veces", le contesta Parra y modifica: "Sí", le dice, "yo soy el hermano de la Violeta". El niño le pide un autógrafo. Parra le escribe un artefacto que dice: "Help: El Siglo XX y yo nos estamos muriendo". Estamos sentados al sol en un lugar en el que dan ganas de quedarse para siempre. Parra saca, del bolsillo, un gorro como de torrante y se lo encacha: parece un personaje de Los cuentos de Canterbury. Los que quedaron lejos se abocan a sus pasteles de jaiba. Los que están cerca del poeta se ven envueltos en uno de sus cuentos. Ha sacado a colación una de sus lecturas favoritas: las memorias de Pascual Coña, un cacique mapuche. "Cuando leo a Shakespeare veo a Inglaterra y el alma del hombre, lo que no es poco decir. Cuando leo a Pascual Coña veo a Chile por primera vez", dice y recuerda que, como el cacique, él también llegó del sur en tren a Santiago. Tenía 15 años y traí-a, como único derrotero, un papelito con una dirección anotada: Matucana 618. Se la había dado, por si se le ocurría ir a la capital, un profesor primario que había pasado por Chillán. Recién bajado del tren se sentó un rato sobre la maleta de su abuela. ¿Qué hacer? Preguntó por la calle. Quedaba justo ahí y buscó la dirección. Se encontró con una mampara de vidrios catedral y un corazón de Jesús de lata sobre el dintel. Respiró: "Si había mampara quería decir estaba todo bien", comenta. Esa noche durmió en un sofá. El resto ya es historia.

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