Los niños traen consigo muchas cosas buenas a nuestras vidas y espacios. Pero literalmente invaden nuestra pieza, cocina y living de miles de utensilios y objetos que a ratos queremos ocultar, puesto que no conversan de buena manera con la forma en que hemos decidido decorar nuestros lugares. Como yo soy una anticuaria, siempre he optado por el moisés de bronce, las sillitas de fierro, los juegos de madera. Nunca he simpatizado bien con los centros de actividades o los gimnasios de niños, con esos vistosos y chillones colores que se roban toda la atención de los espacios. Entonces siempre me las he ingeniado para buscar sustitutos antiguos en materiales nobles a esas inevitables necesidades que debemos responder.

Una persona me dijo alguna vez que una buena publicidad para las cosas antiguas sería ¿cómo quieres que se vea tu vida? Si alguien mirara tu vida como si fuera una película, la dirección de arte sería un tema relevante.

Los niños crecen en espacios que nosotros armamos para ellos. Les mostramos el mundo a través de nuestros objetos, los colores que escogemos, la luz, las plantas y todo lo que decidimos atesorar. Todos tenemos alguna foto de chicos en un coche que nos parece más lindo que los de hoy o con un chaleco tejido que parece un tesoro del tiempo. Yo tengo una particular foto comiendo choclo en una silla Graco de los años 80. No la encuentro tan fea, porque era mi silla y me trae recuerdos. Pero hubiese preferido que no haya sido de plástico. Quizás si hubiese sido de madera me habría tocado almorzar más veces en el comedor y living y no 'escondida' en esas cocinas cerradas que se usaban en esa época.

Fue así como mi pequeño terminó teniendo no una, sino tres sillas de comer de madera. Porque él no come todos los días en el mismo lugar, cada lugar tiene una silla de niños que me recuerda que, al igual que nosotros, él habita cada rincón de nuestra casa. Y cada vez que viene la hora de comer, corre a la silla que más le parezca en ese momento y me pide que lo suba.