Niños intérpretes: crecer con padres sordos
CODA en inglés significa Child of Deaf Adults y se utiliza para definir a los hijos oyentes de padres sordos. También es el nombre de una de las cintas que este domingo 27 de marzo aspiran al Óscar a la mejor película y que cuenta la historia de Ruby, la única oyente de su familia que sueña con perseguir una carrera musical, pese a la oposición de su padre, que espera que ella se una al negocio familiar.
En nuestro país hay 179.268 personas con sordera total. Esta es la historia de tres mujeres que crecieron con padres sordos y que aprendieron, muy pronto, a convertirse en un puente entre ellos y el resto del mundo.
Pamela Castro (28) se enamoró de la música cuando era una niña. Su pasión no nació en casa, sino en la comunidad religiosa donde creció. Los acordes llegaban de la iglesia, de su hermana y de fuera. Sus padres no escuchaban música, son sordos. A los dieciséis años se unió a una banda de metal. Pero fue más tarde, en el coro de la Universidad, donde se dio cuenta de que tenía aptitudes para el canto lírico. “Si para la gente común es difícil entender qué es un cantante lírico, un cantante de ópera, imagínate para mis papás. Era difícil explicarles, pero siempre me apoyaron. Si es lo que te gusta, hazlo, me dijeron”.
Pamela comenzó su carrera profesional sin que sus padres la hubieran escuchado cantar nunca. Y eso la hizo cuestionar su camino. “Las personas más importantes de mi vida no podrían apreciarlo. Una ironía de la vida que yo cante y ellos no me puedan escuchar. Pero ellos pueden apreciar lo que yo hago a través de otro modo, la música no solo se aprecia desde lo auditivo”, dice.
Con los años y a medida que Pamela mejoraba su técnica, sus papás comenzaron a notar físicamente sus melodías. “Las vibraciones, como son tan potentes, se transmiten a los objetos y las personas, provocan una sensación física. Se impresionaron mucho porque no es algo que hubieran sentido antes. Para mí también era una buena señal porque si ellos sentían el canto significaba que lo estaba haciendo bien”, cuenta.
Y en 2020 pudieron oírla por primera vez. El día en que Pamela dio su examen de título, sus padres habían invertido en unos audífonos de alta definición que les permitieron escucharla. “Fue súper emocionante porque por primera vez pudieron escuchar lo que había estado estudiando en los últimos seis años, fue una gran experiencia”, dice.
Niña intérprete
Su hermana Paulina (36) cuenta que ambas tuvieron una infancia que las hizo madurar de golpe. Fue a los seis años cuando comenzó a notar las grandes diferencias. “Yo les gritaba a mis papás para que ellos me escucharan y no había respuesta”, dice.
También había vergüenza por ser distintos. “En el colegio me costó mucho decir que mis papás eran sordos, no lo dije hasta que ya estaba en la media. Tenía miedo a la burla, que se rieran porque mis papás hablaban diferente, miedo a la incomprensión”, cuenta Paulina.
Tuvieron que enfrentarse a una sociedad que no comprende las diferencias y fueron víctimas de discriminación y de falta de acceso a derechos básicos. “Eso generó que maduráramos muy rápido para ser un puente en la comunicación de ellos”, recuerda.
Así, las hermanas tuvieron que asumir responsabilidades que no son usuales en los niños, como ir a las reuniones de apoderados o pedir ellas mismas las horas para ir al pediatra. Acompañar a sus padres al médico. “Mis papás nunca me lo pedían, era yo misma la que trataba de subsanar ciertos problemas en la comunicación”.
Pero gracias a la discapacidad de sus padres, desarrolló una forma de comunicación que no solo enriqueció su vida, sino que le entregó una vocación para ayudar a los demás. Con 12 años se dio cuenta de que le gustaba el idioma de sus padres y terminó aprendiéndolo mejor que ellos. Hoy es psicóloga e intérprete de señas.
“Eso movió mi mundo para que yo pudiera ayudar a otras personas sordas, para que tuvieran información, supieran cuáles son sus derechos”, dice Paulina. “Estoy atendiendo a distintas personas sordas porque no hay acceso a la salud. Si para un oyente es complejo, imagínate para una persona sorda”, dice.
Una infancia normal
Sarita Mendoza (42) aprendió desde chica a caerse en silencio. Si no estaba a la vista de sus papás y se daba un porrazo, se paraba sola, se sacudía y luego llegaba hasta uno de sus padres a tocarle el brazo. Solo entonces se echaba a llorar. Ambos eran sordos, pero su infancia y la de sus hermanos oyentes fue totalmente normal.
“Son los adultos los que ven el problema. Yo me desarrollé como cualquier otro niño y mis papás eran como cualquier otro papá del mundo”, dice.
Los demás eran los que los miraban distinto. “Cuando chica sentí la discriminación. Yo era el bicho raro porque mis papás no podían escuchar y ya existía una barrera”.
La ayuda entre hermanos fue clave y Sarita siempre sintió que ellos la cuidaban. “Siempre fui una niña tranquila, mis hermanos también. Aprendimos a ser maduros antes de tiempo, nunca pensamos en hacer ninguna locura”.
Ella también se hizo intérprete de señas, una consecuencia natural de tener que ayudar a sus padres a comunicarse con los demás y una forma de devolverles el esfuerzo que tuvieron que hacer para entenderla mejor.
Sarita recuerda cómo su madre lograba leer sus emociones y las de sus hermanos, cómo interpretaba perfectamente sus sentimientos a través de las señas.
“Antiguamente los sordos tenían que incluirse a este mundo de oyentes. Tenían que aprender a hablar, a leer los labios, no como ahora que, gracias a la ley, pueden hablar con su lengua de señas. Se acostumbraron a ver cómo hablan sus hijos, entendían bien lo que queríamos decir”, recuerda.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.