"En septiembre cumplí cinco años con Claudio, mi actual pareja. Es el papá de mi segundo hijo, nos conocemos hasta lo más íntimo y oculto,y hemos pasado todo tipo de experiencia juntos. Es mi gran compañero, pero no es el amor de mi vida. Y no nos conflictúa que así sea.
Si tuviese que categorizar mis relaciones amorosas y hacerlas calzar con ese concepto, que a mí parecer es más bien reduccionista, diría que el amor de mi vida –o el que yo consideraba que era el amor de mi vida– fue mi ex, el padre de mi primer hijo, con quien pasé toda mi adolescencia y estuve hasta mis 34 años. En esa época lo pude haber visto como la persona con la que iba a pasar gran parte de mi vida. Y efectivamente así fue; estuvimos juntos 18 años y no hubo ni un solo día que no estuviera enamorada de él.
Pero en un momento nos dimos cuenta de que era hora de pasar a otra etapa, una que quizás debimos haber buscado antes, pero que ninguno de los dos se había atrevido a encontrar. Hasta que finalmente nos lo permitimos. Y no significó terminar una relación en la que ya no quedaba amor. Había y siempre va a haber mucho amor, compromiso y respeto, pero también un entendimiento de que ese amor podía convivir con otro. Él ya no sería mi compañero ni la persona con la que compartiría mi cotidianidad, pero seguiría siendo alguien muy importante en mi vida.
Siempre he creído que hay distintos tipos de amor. Quizás por eso no me he dejado presionar por esa premisa tan consolidada e impuesta de que uno tiene que estar emparejado con el amor de su vida. A veces no es así, y eso no es por ningún motivo algo negativo. Tampoco hay que asociarlo a un fracaso. Siento que esa asociación entre amor de la vida y sentirnos completos o felices nos ha hecho mucho daño, especialmente a las mujeres, quienes fuimos socializadas pensando que si no teníamos a esa persona al lado, algo habíamos hecho mal. O de frentón no habíamos hecho lo suficiente. Eso es altamente frustrante y opresor. Porque además, ¿cómo sabemos quién es realmente el amor de nuestras vidas? O porque sentimos que un amor tiene que durar para toda la vida. A veces se siente, sí. No lo voy a negar, pero a veces la persona que suponemos es el amor de nuestras vidas puede que no sea el mejor compañero o el que más nos entiende. Puede que no sea la persona con la que compartimos más intimidad y complicidad. Puede que simplemente no funcione.
Entonces claro, quizás Claudio no sea el amor de mi vida, pero, ¿qué tanto importa eso? Llevo cinco años hermosos con él, no lo cambiaría por otra persona y nos acompañamos a diario, en cada una de nuestras luchas. Nos queremos y estamos juntos en esta.
Creo que en ese sentido es bueno naturalizar la idea de que no siempre se está con el amor de la vida, porque puede significar soltar una presión muy grande. ¿Por qué tenemos que estarlo a toda costa? ¿Por qué hay que depender e incluso condicionar nuestro actuar en pos de emparejarnos con el que creemos que puede llegar a ser el amor de nuestras vidas? Es muy limitante vivir así, además de exigente, frustrante y poco natural. Es cumplir con expectativas de otros y no necesariamente con las nuestras. Es sucumbir frente al control de agentes externos. No necesitamos estar con el amor de la vida. O ese amor de la vida no necesariamente tiene que ser una pareja.
Hay tantas otras dimensiones y niveles de profundidad a los que se puede llegar con una persona. Se puede ser compañeros, amantes, compartir un entendimiento mutuo, quererse mucho, apoyarse, comprometerse y decidir enfrentar la vida juntos. Tener un pacto implícito. Todo eso puede darse de manera independiente a que esa persona sea o no el amor de la vida. Porque buscar al amor de la vida, o hacer que alguien calce con esa categoría rígida, implica depositarle muchas expectativas a ese otro, sin realmente tomarlo en cuenta. También significa no renunciar a esa persona por ningún motivo, por el solo hecho de que es “el amor de mi vida”. No me gustaría que alguien cumpliera ese rol y no me gustaría serlo para otra persona.
A mi manera de verlo, que obviamente es personal y no se la quiero imponer a nadie, el amor de la vida puede ir cambiando, no hay un solo tipo de amor y pueden coexistir; desde el amor que sentimos por las amistades al que sentimos por algún familiar o vínculo cercano. Cuando nacemos, ese amor incondicional va dirigido hacia nuestros cuidadores primarios. Luego podemos sentirlo hacia una amiga, un primo, una pareja, otra y así sucesivamente. No creo que necesariamente tenga que ser una persona en particular o que ese rol lo tenga que cumplir tu pololo o marido a toda costa.
Pero también entiendo que todas nos criamos escuchando cuentos en los que un príncipe rescataba a la doncella y, sin siquiera conocerse, terminaban viviendo felices y contentos por el resto de la eternidad. Como si estuvieran destinados a encontrarse. Como si ese único amor eterno fuese la única opción para ser mínimamente felices. Esos cuentos indudablemente tuvieron una gran influencia en cómo fuimos configurando nuestro imaginario. Así como también nos influenciaron las enseñanzas de nuestras abuelas y madres que crecieron en tiempos en los que tenían que callar y atenerse a las normas. Por suerte las mías en algún minuto se rebelaron y desaprendieron lo aprendido. Más que eso, quizás, se comprometieron de manera rigurosa con cuestionar todo lo que hasta entonces les habían impuesto como verdad absoluta. Y se los agradezco, porque por ellas yo también pude cuestionarme muchas cosas. Pude también hacer un trabajo personal.
Claudio, a quien conocí hace seis años en un concierto, apareció en una etapa de mi vida en la que ya no existían ciertos lineamientos impuestos. Por eso, no vino a rellenar un lugar en particular. No vino a cumplir un rol determinado. Es un gran amor, como los he tenido antes y como probablemente ambos tendremos más adelante. Por ahora es la persona con la que comparto mi día a día, mis deseos más profundos y mis pensamientos más sinceros. Me gusta estar con él y aprendemos el uno del otro constantemente. Ciertamente no lo vivo como el amor de mi vida, porque eso conllevaría una presión frente a la cual ninguno de los dos está dispuesto a ceder".
Magaly Rosas (45) es arquitecta e instructora de yoga.