La primera vez que vi a Alejandro fue hace poco más de diez años en mi trabajo. Aunque trabajábamos en la misma empresa, estábamos en secciones distintas, por lo que apenas interactuábamos. El primer contacto real que tuvimos fue a través de un grupo de Whatsapp de la “juventud”, donde se compartían datos, carretes, información importante y otras cosas.

Un día, escribí en el chat porque me enteré de una fiesta que organizaba la empresa y, como nunca había asistido a una, quería obtener más información. Alejandro me habló por privado y me dijo que no fuera porque esas fiestas nunca eran buenas. Le hice caso y no fui.

Ese primer cruce de mensajes dio pie a que él me comenzara a hablar más seguido. Yo le respondía más que nada por cortesía; no quería parecer pesada y, además, me caía bien. Pasaron los días, y a veces hablábamos, otras no, pero para mí no era algo significativo. Noté que él tenía una cierta intención de buscar algo más que una amistad, pero como no fue insistente, no me molestó. Además, cerré esa posibilidad desde el primer día, básicamente porque físicamente no me gustaba para nada; de hecho, lo encontré feo según mis estándares autoimpuestos. Y en ese momento, para mí, ese era un punto intransable.

Un día, me propuso salir a tomar algo. Acepté. No tenía nada que hacer y me parecía una persona entretenida. Fuimos a un restaurante, pasamos un buen rato, y cuando nos íbamos, me pidió compartir la cuenta. En ese momento, le dije que no había ningún problema, pero por dentro pensé que, si estaba tan interesado en mí, debería haberme invitado. Confieso que me dio un poco de rabia.

Pasaron los días, y Alejandro seguía hablándome. Sin embargo, la situación del restaurante había dejado una espina en mí. Ese pequeño resentimiento exacerbó mi rechazo hacia él; como no me gustaba, cada vez que me escribía, comenzaba a molestarme más. Era como si cada mensaje que recibía de él intensificara mi incomodidad. Así que decidí ponerle fin a esa situación.

Fui muy pesada. Dejé de responderle con la amabilidad que solía tener, y cuando lo hacía, mis respuestas eran cortas y secas. Alejandro debió haber captado la indirecta porque, poco a poco, dejó de intentar comunicarse conmigo.

Pasó un tiempo, y yo comencé una relación con otra persona. Esta nueva relación me absorbió completamente, y me olvidé de Alejandro por completo. Todo parecía ir bien hasta que, después de un año, mi pareja me dejó.

Al parecer, Alejandro seguía pendiente de mí. Aunque habíamos perdido el contacto, él notó que mis publicaciones en redes sociales habían cambiado. Ya no subía fotos con mi pareja, sino sola, y eso debió darle una pista de que las cosas habían terminado. Entonces, volvió a hablarme.

Esta vez, cuando recibí su mensaje, algo en mí había cambiado también. Ya no era la misma persona cerrada y obstinada de hace un par de años. Pensé: ¿por qué no? Decidí darle una oportunidad, al menos para conversar sin la barrera que había puesto antes. Así fue como nuestras conversaciones se hicieron más frecuentes y profundas. Alejandro ya no era solo un compañero de trabajo o un conocido, sino alguien con quien podía hablar de todo. Un día, después de varias semanas de mensajes constantes, me invitó a tomar un café.

Nos encontramos en una cafetería tranquila, alejada del bullicio de la ciudad. La conversación fluyó con naturalidad, entre risas y confidencias. Al final de la tarde decidimos dar un paseo por un parque cercano. Mientras caminábamos y compartíamos sobre nuestras vidas, el tono de la conversación cambió. Le confesé lo difícil que había sido para mí el final de mi anterior relación, y él, con una comprensión que me sorprendió, me dijo que entendía lo que era sentirse solo.

En ese momento, sentí una conexión con él que no había sentido antes. Me puse nerviosísima y sentí esa típica tensión previa al primer beso. En un momento nos sentamos en una banca y sin decir nada, Alejandro se acercó mucho a mí. Era como si ambos hubiéramos llegado a ese instante de forma natural, sin forzar nada. Me miró a los ojos, y sin pensarlo mucho, me incliné hacia él. Así llegó nuestro primer beso.

Desde aquel día, no nos hemos vuelto a separar. Lo que comenzó como una amistad llena de malentendidos y prejuicios se transformó en una relación sólida y profunda. Ahora, estamos a punto de cumplir seis años juntos, con muchos proyectos y planes de vida compartidos.

Cuando pienso en esos primeros años, no puedo evitar reflexionar sobre lo que esta experiencia me ha enseñado. Muchas veces, las personas nos cerramos a conocer a alguien porque no nos gusta físicamente, cuando en realidad eso debería ser lo menos importante. Alejandro es el hombre más maravilloso que podría existir; es humilde, amable, trabajador, sumamente esforzado, ordenado, y lo más importante: me ama y me respeta por sobre todo.

Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que estuve a punto de perderme a un hombre excelente solo porque no encajaba en mis estándares físicos de aquel momento. Hoy, no solo me encanta, sino que es lo mejor que me ha pasado en la vida. Lo amo mucho y lo extraño millones. En estos momentos, se encuentra trabajando fuera del país, y estoy contando los días para poder reencontrarnos al fin.

La lección que me ha dejado esta historia es clara: no te cierres a conocer a alguien solo por su apariencia física; podrías estar perdiéndote un diamante valioso.

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* Constanza nos compartió su historia al mail hola@paula.cl. Si al igual que ella tienes una historia que compartir, ¡escríbenos! Queremos leerte.