Este abril se cumple un primer aniversario diferente. No se trata de un cumpleaños ni de un evento que festejar, sino de la conmemoración de un aborto al que me sometí a los 40 años. Ha sido la decisión más difícil que he tomado, pero 12 meses después, corroboro que fue la decisión correcta: no anhelo la maternidad, los riesgos de salud eran inminentes y mi estilo de vida, laboral y sentimental, era incompatible con tener un hijo.
En febrero de 2023 me enteré que estaba embarazada de mi pareja de entonces; un hombre separado, de carácter difícil (bordeando el narcisismo), con un hijo adolescente con condiciones de salud mental complejas, además de una relación con su ex no resuelta. Vale preguntarse por qué estaba con él entonces, pero no tengo una respuesta, sólo estábamos.
Nuestra relación nunca fue buena, pero el anuncio de mi embarazo gatilló una explosión de emociones, culpas, malos tratos e ira, que jamás imaginé. Lo odiaba por lo que me había “hecho” y, también y por cierto, a mí misma, por la irresponsabilidad de no haberme cuidado lo suficiente, a pesar de que durante toda mi vida fui muy cautelosa en tomar de medidas anticonceptivas. Pero esta vez me había equivocado y no me lo perdonaba.
Desde que sospeché sobre mi embarazo me hice tres test en la casa, todos positivos, y una ecografía a la que le pusieron sonido al corazón sin mi consentimiento, recibiendo una felicitación que nunca pedí. Ahí enloquecí. Le conté a mi pareja y él, como siempre, se tomó la situación a la ligera, bordeando la indiferencia: “Bueno, habrá que ponerle el pecho a las balas”, me dijo, sin hacer el menor análisis de lo que significaba tener un hijo a mi edad, ni menos considerar que, en los últimos meses, habíamos tenido una pésima relación que solo se sostenía en un par de encuentros sexuales.
Fue esta actitud, extremadamente despreocupada, la que me hizo estallar de furia, miedo y pena. Quise evaluar posibilidades en conjunto, todo esto por teléfono, porque ni siquiera quiso juntarse conmigo para conversar, según él, estaba de tan mal humor que era imposible hablar conmigo o verme. Jamás hubo un dialogo real y tan solo me encontré con un muro impenetrable donde solo se debían seguir sus indicaciones. Todas mis opiniones las invalidaba.
En esa conversación le mencioné la posibilidad de un aborto. Bastó que dijera la palabra para que me tildara de “asesina de guaguas”. Me dijo que no tenía moral ni ética. Una respuesta que me hizo ver con mayor fuerza que no quería tener un hijo con él. Es más, me hizo sentir que seguir adelante con el embarazo era sólo un argumento para mantenerme bajo su control a cualquier costo.
Comencé un camino sola. Visité médicos y hablé con mi psicólogo, pero no logré ninguna ayuda concreta, solo palabras de buena crianza basadas en la más conservadora de nuestras creencias. No encontré ningún canal oficial de ayuda a pesar de que hice una búsqueda exhaustiva en internet y redes sociales. Tenía miedo por no saber si la información que encontraba era de fiar, o bien era una trampa de inescrupulosos que lucran ante la desesperación y necesidad ajena.
Alguien me habló de una organización clandestina que apoya a las mujeres en esta situación. Tuve que corroborar con tres fuentes distintas de salud, no relacionadas entre sí, que eran realmente una organización seria. Llegué a ellas tras algunos protocolos que han establecido por seguridad y tuve la fortuna de encontrarme, finalmente, con orientación profesional.
Conversé de esta posibilidad con amigos muy cercanos, mi madre y mi psiquiatra. Todas personas fundamentales en este proceso, principalmente mi madre, con quien logré reconciliarme tras años de desencuentros y juicios tajantes que tuve hacia ella y sus decisiones. Ella fue mamá soltera a los 19 años. Por primera vez valoré su valentía inigualable y feroz corazón, porque su escenario de entonces, era mil veces más adverso que el mío. Sin embargo, fue su propia experiencia la que me confirmó que no quería que compartiéramos el mismo o similar camino.
También conversé con mi psiquiatra y llegamos a la conclusión de que con la cantidad de medicamentos que consumía y mi edad, sumado a que la maternidad nunca había sido el sueño de mi vida, además de la nula relación con el padre de la guagua, el mejor camino, aunque fuese difícil, era abortar.
Volví a contactar a la organización y me entregaron todas las directrices necesarias para el proceso. Me dieron apoyo incondicional, único, profesional y, sobre todo, de confianza. Fueron las únicas personas dispuestas a comprenderme y apoyarme sin un juicio de valor de por medio, solo entendiendo la premisa de los derechos reproductivos de las mujeres. Unos que, personalmente, nunca había tomado tan en serio. Hasta que no me pasó a mí, solo observaba a las consignas de las mujeres de pañuelos verdes en el mundo como una causa más.
Sin embargo, relacionarme con otras mujeres en la misma situación, de distintas edades, realidades y convicciones, me llevó a elevar mi mirada y a empatizar con ellas; a escuchar sus razones y entender que para nadie abortar es un “deporte” ni una decisión fácil. Abortar es un aprendizaje inolvidable, jamás una experiencia inocua (quien afirme lo contrario no se ha enfrentado a una mujer que abortó), pero tampoco tiene que ser traumático, son las circunstancias, la clandestinidad y la presión social los que provocan que así sea lo sea.
Con acompañamiento psicológico, médico y legal, todo sería muy distinto. Es la clandestinidad la que crea un daño irreparable, provoca culpa, invita a prácticas médicas peligrosas, da pie al negocio inescrupuloso, entre otras cosas. Con esta experiencia aprendí que por ningún motivo podemos permitir que otros sigan decidiendo por nosotras, y que lo justo es que contemos con todas las alternativas para elegir y la posibilidad de sentirnos acompañadas y protegidas siempre.