Soy la menor de cuatro hermanos, todos con hijos. Siempre crecí rodeada de esa idea de familia numerosa, con sobrinos corriendo por todas partes y las típicas reuniones familiares donde el tema de los hijos era casi inevitable. Sin embargo, desde muy joven supe que no deseaba lo mismo para mí. Siempre me imaginé con una vida más libre, viajando, disfrutando de mi pareja y, sobre todo, sin la responsabilidad que implica ser madre.
Conocí a mi actual marido en plena pandemia. Fue una relación hermosa desde el principio. La crisis mundial parecía alejarnos de todo lo que conocíamos, pero a nosotros nos unió de una manera especial. Compartimos largos paseos, cocinamos juntos, aprendimos a disfrutar de los pequeños momentos. Al poco tiempo, él me pidió matrimonio. Pero antes de aceptar, fui muy clara con él. Le dije que no quería tener hijos. No fue una conversación fácil, porque sabía lo que significaba. Pero fui sincera: “Si ser padre es tu sueño, mejor no nos casemos”. Él lo pensó y finalmente me dijo que estaba de acuerdo. Un año después, nos casamos.
Los primeros años de nuestro matrimonio fueron perfectos, o al menos, así los veía yo. Viajamos, reímos, construimos nuestra vida en pareja. Pero algo empezó a cambiar. Notaba que, de a poco, él hablaba cada vez más sobre el tema de los hijos. Al principio, solo eran comentarios sueltos, pero con el tiempo se convirtieron en algo más serio. Después de cuatro años juntos, nuestra relación comenzó a desgastarse. Él me confesó que tener hijos era algo que sentía que necesitaba para ser completamente feliz.
Yo, por mi parte, me sentía atrapada. No es que no lo quisiera, al contrario. Pero me preguntaba si realmente debía cambiar mi postura solo para salvar nuestra relación. Mientras tanto, la mayoría de mis amigas comenzaban a tener hijos. Muchas estaban embarazadas, y asistí a más baby showers de los que puedo contar. Ver a todas esas parejas felices, esperando a sus bebés, me hizo cuestionarme aún más. ¿Acaso era yo la que estaba equivocada?
Sin embargo, una y otra vez volvía a la misma conclusión. Desde el principio fui clara. Yo no quería hijos. Entiendo que las personas cambian, que los proyectos de vida pueden modificarse, pero también creo que es importante mantenerse fiel a uno mismo. Acepté que, aunque nuestra relación fuera sana y bonita, si nuestros caminos se separaban en algo tan fundamental, tal vez lo mejor era seguir por separado.
Me he hecho muchas preguntas desde entonces. ¿Cambiaré de opinión algún día? No lo sé. A veces me lo planteo, pero luego me doy cuenta de lo plena y feliz que me siento con la vida que tengo. ¿Debería haber cedido para hacer feliz a mi pareja? Creo que no. Tomar la decisión de ser madre es un proceso profundo, algo que debe nacer de un deseo propio. No por cumplir con los estándares sociales o porque “es lo que sigue” después del matrimonio. Pero, ¿puede sobrevivir una relación cuando hay una encrucijada tan grande? Pienso que todo es negociable, pero ambos deben compartir ese deseo.
El reloj biológico es real. Yo ya tengo 34 años y después de los 30 la sociedad nos empuja, especialmente a las mujeres, a ser madres. Las miradas, los comentarios: “¿Y para cuándo los hijos?”. A veces siento que vivo en una cuenta regresiva, como si tuviera que tomar una decisión ya, antes de que sea demasiado tarde. Pero, ¿y si este no es el momento? ¿Será más adelante? ¿O tal vez nunca? Sé que esta es una interrogante que muchas mujeres enfrentamos, y no siempre hay una respuesta clara.
Hace dos meses, mi pareja se fue de casa. La conversación fue dura, pero ambos sabíamos que era lo mejor. La idea de no tener un hijo fue algo que no pudo sostener. Durante semanas, me invadió una mezcla de tristeza y alivio. Tristeza porque lo amo y siempre lo amaré, pero alivio porque sé que no traicionaré lo que siento. Hoy, sigo preguntándome cómo sería mi vida si hubiera decidido tener hijos. Pero, por ahora, sé que tomé la decisión correcta para mí.