Cuenta la psicóloga clínica y terapeuta de parejas Sue Johnson, en su libro Abrázame fuerte (2008), que suelen ser las mujeres las que tienen el impulso inicial de abrir diálogos honestos –conscientes de que pueden ser incómodos– con sus parejas y poner ciertos temas sobre la mesa.

Son ellas, en relaciones heterosexuales, las que suelen preguntar ‘¿qué pasa?’, con intenciones genuinas de entender, cuando sienten que efectivamente ocurre algo.

Lo curioso, como relata Johnson a partir de su experiencia en las consultas, es que mientras más expresan su interés por saber, menos respuestas reciben por parte de sus parejas hombres.

Esto, bien sabemos, tiene que ver con un legado sociocultural enorme que sigue postulando (aunque de manera más cautelosa el último tiempo) que son las mujeres quienes deben estar atentas, alertas, cuidar, conectar emocionalmente con el otro y, sobre todo, saber leer e interpretar las necesidades de los demás. En eso, no hay mayores dudas; hay una validez sociocultural histórica respecto a que sean las mujeres las que están constantemente pendientes.

De hecho, según plantea la psicóloga clínica de la Universidad Diego Portales, Daniela Arancibia Muñoz (@daniarancibia.cl), si trasladáramos esto a una escala cuantificable, no cabe duda que serían muchas más las mujeres las que preguntan, expresan y ponen sobre la mesa sus inquietudes con ganas de resolver. Por otro lado, el acto en sí de preguntar, con intenciones de aclarar, cuesta. Sobre todo, por la carga que se le atribuye a nivel social.

Por lo mismo, aunque sea complejo, preguntar es señal de madurez emocional. Como profundiza Daniela, ese acto da cuenta de la posibilidad de percibir de manera empática lo que le puede estar ocurriendo al otro y, sobre todo, lo que nos puede estar ocurriendo a nosotras o a quien emite la pregunta. Es, en definitiva, una expresión de empatía hacia el otro y hacia con uno mismo. Frente a las dudas, lo más saludable es preguntar para aclarar.

¿Por qué, entonces, la pregunta ha pasado a ser sinónimo de agobio y tedio si de base lo que busca es despejar las dudas, para así también frenar las suposiciones o fantasías que surgen en la incertidumbre y que pueden o no ser reales?

“Poder expresar explícitamente lo que pensamos, lo que sentimos y preguntar con total libertad para que el otro también pregunte con total libertad, es la máxima expresión de que hay un desarrollo emocional, confianza y una capacidad de poder leer, escuchar y retribuir en ese vínculo”, dice Daniela. “Y si el que viene preguntado se siente incómodo o agobiado, tiene que saber que probablemente no está siendo consecuente con lo que está expresando desde otros ámbitos que no sea el verbal. Por lo tanto, no está habiendo una coherencia entre sus actos, sus pensamientos y sus emociones. Algo está transmitiendo si le está generando dudas a la otra persona”. Es válido, entonces, que sea interpelado. No es una ‘interpelación’ grave ni que busca atacar.

Pero, en general, somos analfabetos en términos emocionales y no nos gusta ni mostrarnos vulnerables ni tampoco que nos interpelen. En eso, Daniela es enfática. Lo que pasa es que la comunicación es parte fundamental de la vida y es bidireccional.

Normalicemos el preguntar para aclarar

En ese sentido, hay que naturalizar ese intercambio. Y sobre todo, lograr que la pregunta no sea razón de miedo (para la persona que la emite) ni tampoco razón de agobio (para la persona que la recibe).

Aquí juega un rol importante el apego, explica Daniela. Esa matriz que da cuenta de que los patrones de vinculación que fuimos generando en nuestras vidas son reflejo de esas primeras relaciones significativas. Si a alguien le cuesta hablar, responder, o se siente mayormente incómodo cuando se lo interpela, es probable que no haya aprendido a expresar sus emociones o necesidades de chico. “Estos también son patrones familiares que se van transmitiendo de generación en generación. Si crecimos en un entorno en el que no se valoraba o no era permitido expresarnos y darle espacio a las emociones, claramente vamos a pensar que eso es natural y así nos vamos a mover por el mundo. Si nos enseñaron a no meternos, a no incomodar, a no ser incisivos, vamos a actuar desde ahí”, explica.

“Nos cuesta mucho preguntar y exponernos, ser directos y ser explícitos, porque existe un gran miedo al rechazo, a que no nos respondan de la manera que necesitamos o queremos y eso va gestando una idea”, sigue. “También existe una frustración, por otro lado, de que no nos sepan leer a la perfección. Una suerte de frustración rabiosa que postula que si no interpretan nuestras necesidades de una, no vale la pena profundizar en el vínculo”. Esto, como explica Daniela, muchas veces encuentra su raíz en una insatisfacción temprana de nuestras primeras necesidades. “Cuando hay necesidades que no fueron cubiertas desde la infancia, porque quizás nuestros cuidadores no pudieron, se da paso a una fantasía de que es otro el que puede satisfacerlas. Eso va quedar pendiente y vamos a estar en función de eso constantemente. Vamos a estar buscando y ojalá encontrar a alguien tenga esa especie de pensamiento mágico de adivinar qué es lo que estamos sintiendo para que nos lo pueda satisfacer”. Que ese otro nos interprete. Que sepa o adivine lo que necesitamos. Cuando en realidad, si queremos algo, tenemos que pedirlo. Y en eso, ojalá ser explícitos.

Tal cual como lo postula el psicoanalista holandés, Manfred Kets de Vries, en un análisis en Harvard Business Review en el que plantea que si bien muchos desarrollamos una mentalidad de autosuficiencia y ‘valérmelas por mí misma’, más que pedir ayuda y plantear las necesidades personales –por miedo a ser rechazados, a mostrarnos vulnerables y por miedo a perder el control en la relación­– hay una serie de desenlaces positivos que ocurren cuando efectivamente nos planteamos desde la necesidad de interactuar con un otro y pedir y recibir ayuda.

Es esa la apuesta de la teoría del apego también. Como dice Daniela, es una teoría que plantea que los patrones vinculares se pueden modificar. “Lo bonito de esta matriz es que, al igual que la psicoterapia, apuesta por un cambio y un cambio que se puede dar en la misma relación. Es decir, puede que yo me haya criado en una familia en la que no se hablaban ciertas cosas y no se mostraban los lados más vulnerables, pero si después me encuentro con alguien distinto y para esa persona el desarrollo emocional y la comunicación son importantes, puedo hacer el intento de adecuarme. Para satisfacer a esa otra persona, pero también porque soy consciente de que eso me va a mostrar toda otra forma de ser que probablemente había quedado pendiente en mi vida. Y voy a lograr integrar eso”.

En ese sentido, es clave entender que el hecho de preguntar, de ser directos, de actuar desde el interés genuino hacia con el otro, solo es sinónimo de vínculos seguros. “No sé si desde ambas partes, pero sí desde la persona que está preguntando para aclarar sus dudas. Es muy probable que esa persona esté genuinamente interesada en poder avanzar, saber del otro, en qué está, qué está sintiendo, en qué puede ayudar o simplemente para poner el tema sobre la mesa y poder gestionar sus propias emociones. No hay que temerle a eso”.