Nos conocimos en mi librería favorita, a pesar de que él no lee ni el horóscopo
Conocí a Germán un 1 de abril, hace ya casi diez años. Es un día que siempre recordaré con cariño, pues fue un encuentro casual en una librería. Yo estaba absorta frente a un estante buscando un libro de poesía que hacía tiempo deseaba leer. De pronto, él me preguntó si podía recomendarle algo para regalarle a su mamá; sabía que a ella le encantaba leer, pero no tenía la más mínima idea de por dónde empezar. Le hice algunas preguntas, como cuál fue el último libro que su mamá leyó o cuál era su autor favorito. Él, de a poco, se comenzó a poner rojo. Ahí entendí que la librería era un mundo lejano para él. Traté de que no se sintiera incómodo y le recomendé algo muy general, para que se fuera a la segura. En esos minutos de intercambio y a pesar de, hasta ahí, no tener nada en común, algo me pasó con él. Creo que por un momento, también me puse roja. Germán aceptó mi sugerencia sin dudarlo, me agradeció con una sonrisa y se fue.
Durante los días siguientes, no pude sacarme a Germán de la cabeza. Había algo en su sonrisa y su forma de ser que me intrigaba. Para mi sorpresa, unos días después, recibí una llamada de la librería. Germán había dejado un libro para mí como agradecimiento por mi ayuda. El libro venía acompañado de una nota que decía: “Espero que pronto podamos hablar más de libros, o cualquier otra cosa, jajaja”. Y me dejaba su contacto.
Cuando salí de la librería, me sentí como una quinceañera. Si hubiese podido, habría saltado de la emoción. Creo que nunca me había ocurrido algo así, tan “de película”. Caminé unos minutos sin rumbo, de puro nerviosa. Al final, me senté en una banca a pensar qué hacer. Guardé su contacto y, por supuesto, escribí y borré ese primer mensaje decenas de veces, hasta que lo envié.
Así comenzaron los mensajes de ida y vuelta hasta que me sugirió vernos en persona. Acepté su “invitación”, y el 20 de abril nos encontramos. Yo elegí un restaurante tranquilo, con música suave de fondo y una iluminación tenue, que es lo que suelo elegir cuando salgo con amigos o amigas. Llegué yo primero y me senté a esperarlo. Cuando lo vi entrar, lo noté nervioso, incluso diría que incómodo. Pero apenas me vio, sonrió y actuó con naturalidad. Tiempo después, me contaría que le pareció un lugar demasiado formal para una primera cita.
En esa hora de conversación, descubrí que Germán y yo éramos completamente diferentes. A mí me fascina leer, la música en inglés y ver muchas películas. Él, por otro lado, es un apasionado de la cumbia villera, no lee ni el horóscopo y se queda dormido apenas comienza una película. Sin embargo, a pesar de esas diferencias, en esa comida no hubo ni un segundo en el que me sintiera incómoda con él; al contrario, Germán tiene un don para hacerme reír. Creo que es porque nunca intenta ser alguien que no es, a pesar de que obviamente él también se dio cuenta de nuestras diferencias.
Esa noche nos dimos nuestro primer beso. Y nunca más nos separamos. De hecho, el 11 de junio de ese mismo año nos fuimos a vivir juntos. Desde entonces, cada día ha sido una aventura; yo le he enseñado a disfrutar de una buena lectura de vez en cuando, y él me ha enseñado a apreciar la música que tanto le gusta. Ahora, incluso me he sorprendido bailando al ritmo de la cumbia villera, algo que jamás pensé que haría. Pero lo que más me gusta de él es que es tan preocupado, que me hace sentir como una reina.
Me di cuenta de que durante mucho tiempo estuve buscando un hombre que encajara con el modelo de “hombre perfecto” que tenía en mi cabeza y que probablemente viene de la educación tradicional que recibí. Y no solo me refiero a lo típico: un hombre que se vistiera de cierta manera, que tuviera cierta profesión, que viviera en cierta comuna, etc. También me refiero a los gustos y personalidades. No sé por qué tenemos esa idea de que con la pareja tenemos que compartir tantas cosas: desde el gusto por la música y los pasatiempos, hasta los proyectos de vida. Obviamente que tienen que haber coincidencias, pero creo que mi gran aprendizaje al lado de Germán ha sido que uno puede (y quizás debe) disfrutar el momento y dejar de proyectar tanto.
El día que nos fuimos a vivir juntos estaba llena de dudas sobre el futuro, de si esto iba a funcionar siendo tan distintos. Pero lo que me convenció fue que en ese momento era feliz con él; no importa por cuánto tiempo durara, pero en ese momento eso era lo que quería y lo que me hacía bien.
Y duró. Han pasado diez años y seguimos juntos. Nos hemos enseñado mutuamente a apreciar lo que cada uno trae a la relación, sin juzgar ni intentar cambiar al otro. Germán no entiende el inglés, pero me lleva el desayuno a la cama con una sonrisa que vale más que cualquier cita “perfecta”; no me regala flores, pero estoy segura de que daría su vida por protegerme. No cambiaría ni un solo día de todos los que he estado con él. Y es que mi Germán, mi príncipe azul, honesto y maravillosamente básico, ha transformado mi vida de maneras que nunca imaginé. Su honestidad y su forma simple de ver el mundo me han enseñado cantidades.
Cada día doy gracias a Dios por haberlo conocido y por no haberme equivocado nuevamente.
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* Mariel tiene 45 años y es lectora de Paula. Si como ella tienes una historia de amor que contar, escríbenos a hola@paula.cl.
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