Si hay algo que históricamente logró la telenovela mexicana desde mediados del siglo pasado fue traspasar los estereotipos, creencias y las preocupaciones morales de la sociedad de la época a la pantalla chica. Fueron estos elementos los que, través de la ficción, se incorporaron a la cotidianidad y lenguaje de millones de espectadores. De hecho fue una operación tan efectiva que cruzó las fronteras de la cultura mexicana, y llegó a perfilar un principio de identidad latinoamericana.
Sin embargo, desde hace varios años, por no decir que en la última década, la telenovela viene padeciendo un lento agotamiento. Hasta que hoy una serie le rinde culto a lo mejor y a lo peor del género. Se trata de La casa de las flores, dirigida por el mexicano Manolo Caro (La vida inmoral de la pareja ideal, Elvira te daría mi vida pero la estoy usando), quien decidió rescatar el melodrama para darle un nuevo aire. Pero más que hacerle respiración boca a boca a un muerto, lo que consiguió fue levantar una especie de híbrido.
No es una telenovela, pero tampoco una comedia negra que se ríe de las telenovelas, sino que pareciera ser algo intermedio. Extraño y atractivo. Lo cierto es que uno de los aciertos de La casa de las flores es la forma en que calibra el melodrama con el humor. El guión tiene elementos de sobra para enganchar al gran público: hay secretos familiares, intrigas amorosas, sexo, traición y debacles financieras. Pero también hay humor, sátira y muchas (pero muchas) situaciones absurdas que, más que debilitar al género de la telenovela, parecen honrarlo. Y oxigenarlo.
Esta serie de trece capítulos se nutre del imaginario de las más recordadas producciones dramáticas de los últimos 40 años, pero que a diferencia de sus referentes que están enfocadas en contar historias románticas, el guión de esta resulta –astutamente– subversivo. Se podría decir que la serie responde al acelerado cambio cultural que han vivido en los últimos años las sociedades de nuestro continente. Y no sólo pretende contar esa transformación, sino que empujar otras.
La historia está centrada en una acomodada burbuja familiar que revienta cuando entra en contacto con su opuesto: una disfuncional familia que escapa a los cánones tradicionales. Lo interesante es que, en este juego de espejos, la familia supuestamente convencional resulta ser la más excéntrica y la supuestamente disruptiva es la más recatada. Hay empresarios de la noche que son héroes, adorables hijos ilegítimos y brillantes abogados transgénero. En esta dinámica cruzada los estereotipos están ocupados como verdaderos caballos de troya, dentro de lo que creíamos que conocíamos, viene oculto otro discurso, inesperado y contemporáneo. Y lo que vienen a desajustar estos falsos clichés son los pilares de una sociedad conservadora y machista, como puede llegar a serlo la mexicana, pero también la chilena y la argentina.
Los temas de La casa de las flores son los mismos de siempre, pero la forma en que se abordan es novedosa. La infidelidad se ocupa para tocar la homosexualidad, el microtráfico de drogas es un pretexto para hablar del sesgo social y el espacio laboral sirve de escenario para tocar la discriminación y así… todos los grandes tópicos del culebrón se abordan de forma delirante, pero algo en ese desajuste resulta tremendamente familiar: hay caos, como en la vida real.
Cuando el director Manolo Caro aceptó la invitación de Netflix a realizar esta serie, dijo: "La televisión es algo que está en la mente y en la vida de los mexicanos, hemos crecido viendo televisión". Y tenía razón. Pero más que en la mente, la telenovela está en el corazón de muchos latinoamericanos. Y la inteligencia de La casa de las flores, es apuntar justamente a ese lugar, el de los sentimientos, para infiltrar su discurso subversivo. Después de todo es desde ahí de donde nacen los cambios más radicales.
La casa de las flores (2018), primera temporada disponible en Netflix.