Me pasó dos veces en esta semana: 1) Le digo a una amiga que debería meter a su hija a clases de ilustración y cinco minutos después Instagram, en esas publicidades pagadas que salen de vez en cuando, me sugiere un workshop con una ilustradora. 2) Luego de conversar con mi pareja sobre el asalto que sufrió, me llama por teléfono una grabación ofreciendo un sistema de alarmas.
Por supuesto, no son casualidades. Según investigué, los sospechosos de espionaje son Facebook y Google, por lo que para estar libre de ellos habría que erradicar Gmail, el buscador y las redes. Pero está claro: nos observan. Y escuchan. No sabemos exactamente con qué frecuencia o intensidad, pero es posible que la privacidad esté en la UTI. Si suena alarmista es porque estoy leyendo 1984, de George Orwell, el clásico de ciencia ficción que en el año 1948 pronosticó un futuro peligrosamente parecido a nuestro presente. Orwell lo imaginó tosco, austero, con ciudadanos sumisos, controlados por telepantallas espías que transmiten propaganda el día entero, mensajes que entran por osmosis. Todo tan familiar.
¿No sientes que alguien te manipula? En nuestro mundo, la fórmula es sutil y tiene que ver con la seducción, con la ilusión de estar a cargo, sin coerción ni miedo, y con la promesa de estatus o bienestar. Pierdes libertad de la misma forma que un niño sigue el camino de dulces hasta la cueva del lobo.
Pensemos en la ordenanza de las bolsas plásticas. La Tierra está en estado catastrófico, nos advierten, y el culpable es el plástico. Empezamos a asimilar el mensaje y nos dicen: esa bolsa que usas para tu basura y que es gratis no va más. Y tú vas al supermercado, compras sus productos plásticos en envases plásticos y llegas a la caja y te ofrecen una variedad de bolsas ecológicas para que lleves la mercadería de plástico, bolsas por las que te ves obligada a pagar, al igual que por un montón de bolsas negras plásticas de basura, un nuevo imprescindible que igualmente terminará en las gargantas de las tortugas marinas.
Es una trampa. Un par de millonarios se hicieron más millonarios, las autoridades se jactarán hasta el infinito de su agenda verde (de plástico) y nunca sabremos cuánto más se transó ahí. Lo único claro es que obligar a las empresas a reducir el plástico, como dictaría el más común de los sentidos, no figuró entre las urgencias. Así se perpetúa un modelo de abuso encubierto. En primera instancia el motor es económico: tu celular está programado para ser eficiente por un par de años, de manera que te ves obligado a cambiarlo por una versión cada vez más cara. Pero a Steve Jobs poco le importaba con quién duermo o cuánta libertad poseo, y aquí la cosa se pone espeluznante: el punto es qué podía hacer él con nuestros datos, cuánto cuestan esos datos o para qué otros fines podrían ser usados.
Hoy, al dar un paseo por Twitter, entendí cómo el mundo puede volverse loco por el odio. Pensé en el Holocausto y por fin la historia me resultó verosímil. Gracias a la tecnología (nuestro nuevo paraíso e infierno, todo en uno) las personas se están odiando como cuando el mundo se dividía en dos fuerzas, y su ceguera los lleva a aceptar cualquier verdad que se acomode a sus creencias. Son los tiempos de la mentira. No tan diferentes a los de 1984, imaginados en 1948: en el país ficticio de Orwell la posverdad se instala a fuerza de insistencia. No importa la lógica, si te repiten hasta el cansancio que Oceanía jamás estuvo aliada con Eurasia, aun cuando sabes que eso sí ocurrió, terminarás convencido de lo contrario. Me recordó esa iniciativa del Gobierno llamada Comando Jungla, que, según nos sugieren, jamás existió.