Viernes de Blockbuster
Cuando tenía 11 años mi mamá me mostró una de sus películas favoritas. Se llamaba Bagdad Café, era alemana y la dirigía Percy Adlon, director cuyo nombre nunca antes había escuchado. Distaba mucho de las películas que había visto hasta entonces, pero fue la que marcó el inicio de la transición entre mis gustos infantiles –más ligados al mundo de Disney– y el gusto que fui desarrollando a medida que crecí.
No tardé mucho, después de aquella iniciación, en darme cuenta de que disfrutaba viendo películas y que, dentro de lo posible, establecería como meta ver más de una a la semana. Empecé un ritual: todos los viernes, a eso de las cuatro de la tarde, mi mamá me pasaba a buscar al colegio y juntas íbamos al Blockbuster, muy cerca de donde vivíamos.
Recorría los pasillos alfombrados y me tomaba el tiempo que fuera necesario hasta dar con los tres VHS y los dulces ácidos que me acompañarían durante el fin de semana. Mi mamá esperaba sentada mientras leía algún libro y cada cierto tiempo gritaba mi nombre. Yo me daba vueltas por la tienda como si se tratara de un parque de diversiones; cada pasillo era una sorpresa, cada carátula un estímulo visual. Y muchas veces dejaba que la incertidumbre se llevara lo mejor de mí. ¿Quería ver una película de terror? Ganas no faltaban, pero también sabía que me costaría conciliar el sueño durante mucho tiempo. ¿Y un drama adolescente? ¿O quizás un clásico cincuentero?
Estaba descubriendo un mundo y no tenía intenciones de irme hasta dar vuelta todas las carátulas y leer todas las reseñas. Probablemente terminaría llevándome la primera que me había llamado la atención, pero había una ansiedad por interactuar con el resto de las opciones, para estar totalmente segura.
Finalmente, cuando me decidía, iba emocionada donde mi mamá y le pedía la tarjeta azul con la que Blockbuster mantenía un registro de todas las películas que habíamos arrendado. Siempre, aunque fuera en algún rincón de nuestro cerebro, sabíamos que existía la posibilidad de que nos cobraran extra por alguna película que no habíamos devuelto a tiempo. O que no habíamos alcanzado a retroceder. Blockbuster no dejaba pasar esos deslices.
Justo el otro día, mientras ordenaba mi pieza, encontré dos películas de carátula azul y blanco que nunca devolví. No me imagino en cuánto debe estar esa deuda, si es que aun hubiera un registro. Pero sí sé que cuando las vi, me emocioné y me acordé de inmediato de ese lugar que durante varios años fue sinónimo de alegría y tranquilidad, en el que pasé tantas horas. Horas que siempre supe eran bien aprovechadas.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.