Siempre me han encantado los cuadernos, lápices y todas esas maravillas que se encuentran en las tiendas de papelería. Por eso, cuando estaba en la básica en el colegio -entre fines de los 80 y principios de los 90-, que se pusiera de moda coleccionar esquelas, fue lo máximo. Para quienes no las conocen, son hojas de diversos colores y diseños que fueron creadas para enviar cartas o notas, pero que con mis amigas no hubiésemos rayado por ningún motivo. La dinámica era coleccionarlas.
Usábamos álbumes de fotos antiguos para exhibirlas como un verdadero tesoro. Se conseguían en bazares, paqueterías y en el lugar favorito de las coleccionistas: la tienda Village, que por esos años -antes de la llegada de las tiendas chinas- era el paraíso de las tarjetas, peluches, lápices y gomas con colores y formas hermosas. Pero más que comprarlas, la idea era intercambiarlas. Y por eso apenas sonaba el timbre del recreo, todas sacábamos nuestro álbum y comenzábamos a negociar.
Había algunas esquelas muy cotizadas, que podías cambiar por varias más comunes. Recuerdo cuando el papá de mi mejor amiga llegó de viaje y le trajo unas que eran con olor y brillantina. Hubo compañeras que le ofrecieron su álbum completo a cambio de esa joyita. Pero mi amiga no cedió. Es que tener la mejor esquela igual te daba cierto "status". Yo en secreto también me moría por tenerla, pero nunca lo reconocí, hasta que un viernes que nos fuimos juntas a pasar la tarde a mi casa, ella me regaló una de ese set y fui muy feliz.
Aun somos amigas, y aunque no tenemos idea dónde quedó nuestra valiosa colección, cada vez que recordamos ese momento nos reímos de la importancia que le dábamos a una simple hoja de papel.