Septiembre era uno de mis meses favoritos cuando niña. No solo porque tenía vacaciones, sino porque en mi colegio celebrábamos las Fiesta Patrias con un festival musical y una kermés donde apoderados y alumnos se vestían con trajes típicos chilenos. En esas fiestas escolares recuerdo haber ganado un concurso de cueca y tocado un vals chilote en guitarra.
Después de los largos y lluviosos meses de invierno -como era el clima de mediados de los ochenta en Santiago- el sol y la brisa fresca de septiembre eran un verdadero regalo. Recuerdo que mi padre, en las vacaciones de Fiestas Patrias, organizaba paseos al Cajón del Maipo donde disfrutábamos de los picnics preparados por mi madre y elevábamos volantines. A ese panorama, mi papá sumaba otro que era una verdadera tradición: ir al circo.
La primera vez que fui al circo tenía siete años e invité a mi mejor amiga. Me acuerdo que ese día jugamos toda la tarde para que el tiempo pasara más rápido, y cuando al fin llegó la hora, nos arreglamos como viejas chicas, nos subimos al auto de mi papá y partimos rumbo a Estación Central. Al llegar a la zona de los circos, ubicada en la calle General Velásquez con Alameda, quedamos asombradas con la atmósfera del lugar. Las luces de las carpas y los carros de cabritas, algodones, manzanas confitadas y globos, eran una verdadera atracción.
Estábamos tan emocionadas viendo todo lo que allí sucedía, que no nos dimos cuenta del tiempo que estuvimos esperando en la fila. Una vez adentro de la carpa, nos sentamos con nuestros paquetes de cabritas en las galerías y de pronto se apagó la luz. Así, fueron pasando ante nosotros los payasos, acróbatas, contorsionistas y muchos números más. Estábamos maravilladas con cada uno de los espectáculos, los trajes de los artistas y con la felicidad que cada uno de ellos proyectaba en el escenario. Han pasado 33 años de aquella noche y ahora le contamos a nuestros hijos lo que fue esa experiencia.
Hace algunos días, ordenando mi bodega, encontré una caja donde además de esquelas y otras colecciones de infancia, estaba el clásico visor que vendían en los circos. Miré por el pequeño agujero a contra luz, y ahí estaba la foto que nos sacó aquel día el fotógrafo del circo.