"Soy la menor de tres hijos y con mis hermanos tenemos varios años de diferencia. Yo fui la última en irme de la casa hace algunos años y el último período vivimos solas mi mamá y yo. Ella ahora tiene 66 y desde que dejamos de vivir juntas la he entendido mucho más como mujer, porque veo su historia desde la distancia.
Ella se casó dos veces y le tocó vivir dos divorcios difíciles. Su primer matrimonio, a los 18 años, duró solo 3 años. De ahí nació mi primer hermano, cuando ella tenía 21, pero al poco tiempo de su nacimiento mi mamá se separó porque tenía una diferencia de casi 10 años con su marido y veían la vida de formas muy diferentes. Ella es una persona muy jovial y alegre y él era un hombre mucho mayor pero, además, mucho más serio y con intereses incompatibles.
Al ser la mujer y la más chica de la familia, crecí sintiéndome sobre protegida y muchas veces juzgué ese comportamiento de mi mamá. Pero ahora viéndolo con otros ojos me he dado cuenta de que por la pena que ella había vivido, quería evitar esas situaciones para nosotros. Quería prevenir que sufriéramos por amor, y nosotros pasamos a ser su prioridad cuando su vida romántica dejó de funcionar.
En 2015, cuando todavía vivíamos juntas, comencé a notar que mi mamá –que en ese entonces tenía 60 años– empezó a tener muchos temblores en las manos. La convencí de que fuera a hacerse un chequeo, pero decidimos no contarle a nadie, ni si quiera a mis hermanos, porque solamente estábamos tanteando terreno. Hasta que le dieron el diagnóstico. Ese fue un momento muy duro para ella, porque después de 38 años de vivir en constante actividad, ejerciendo su profesión como educadora de párvulos en un colegio y siempre moviéndose, entrando y saliendo de la casa, esta noticia fue un llamado de golpe a la pausa.
Los exámenes fueron concluyentes; mi mamá tenía Parkinson. En este tiempo hemos aprendido a reconocer a una mamá diferente. Ella siempre ha sido una mujer sensible, que demuestra sus sentimientos, pero ahora la hemos visto realmente emocional y hemos tenido que saber respetar esos espacios. No responder al tiro “no llores más” o “no estés triste”, que son las frases un poco automáticas a las que uno tiende. O pensar que la mamá está exagerando, porque este es su momento de conectarse con la pena o con la emoción que venga.
En estos cinco años, la enfermedad no ha avanzado excesivamente, pero sí ha avanzado harto. Ella camina más lento, el volumen de su voz es mucho más bajo, ha perdido el olfato y también el equilibrio. Ya no le gusta tanto salir sola y trato de visitarla lo más que puedo, porque su casa queda muy cerca del colegio en el que trabajo. Almorzamos juntas y la acompaño durante su rutina. Nos gusta tomar café y comer todo lo que tenga manjar-nuez. Vemos fotos y videos antiguos, vitrineamos y paseamos en auto escuchando las canciones de Música Libre.
De chicha siempre pensé que iba a ser como Tita del libro Como Agua para Chocolate, que por ser la hija menor tenía la responsabilidad de cuidar a su mamá. Y por cosas del destino –mis dos hermanos viven hace tiempo en el sur por trabajo– ha sido así. Durante todo este tiempo he podido acompañar a mi mamá en su proceso de cambio y de reajuste, he podido ver sus desgastes y sus logros, así como ella me ha acompañado toda la vida a mí.
Cuando era niña mis celebraciones de cumpleaños siempre fueron lindas y con tortas hechas por ella. Siempre logró que con mis hermanos saliéramos de vacaciones, aunque fuese a una playa cercana o paseos por el fin de semana. Independiente del destino, ella se encargaba de que fuese un verano memorable. Fue la persona que me apoyó cada vez que me rompieron el corazón, nunca me retó por echarme ramos en la universidad y estuvo a mi lado en momentos complicados, como cuando tuve que hacer una denuncia por abuso sexual o cuando decidí cambiarme de carrera.
Mi mamá me llevó al altar el día que me casé. Ahora es ella la que camina más lento y yo me adecuo a su ritmo. Yo hago las tortas para sus cumpleaños y la llevo de vacaciones. Pero todavía, cada vez que tengo pena, me abraza y todo vuelve a su lugar".
Isidora Montecinos (30) es profesora y creadora de Fundación Dando Cara para promover el voluntariado.