En su libro The End of Forgetting: Growing Up With Social Media, la especialista en medios y cultura, y académica asociada de The New School de Nueva York, Kate Eichhorn, da cuenta de que en 2015 las personas estaban compartiendo en promedio treinta millones de imágenes por hora en Snapchat. Los padres británicos, según también revela en su libro, estaban publicando en sus redes sociales alrededor de doscientas fotos de sus hijos cada año. Según datos entregados por la plataforma de investigación Dscout un año después, se estableció que casi tres mil millones de personas en el mundo usaban redes sociales y que el usuario promedio tocaba la pantalla del celular más de 2.000 veces al día, interactuando con ella casi tres horas diarias.
Es sabido que las nuevas tecnologías llegaron para quedarse. En un mundo regido por la inmediatez y la cultura del éxito, han sido fundamentales en la facilitación de una producción y gestión de nuestro propio ser, un anhelo y una práctica que como Eichhorn explica en su libro, no es del todo nueva. Y es que mucho antes de que se pudiera crear, editar y parcializar en las plataformas digitales lo que queríamos o no proyectar, lo estábamos haciendo a nivel psíquico. Según explica la especialista, Freud hablaba de los recuerdos o memorias distorsionadas, claves en el periodo de la infancia, que servían para matizar experiencias dolorosas y almacenar lo que quisiéramos.
En ese sentido, las redes sociales llegaron para facilitar y potenciar este fenómeno. En estas vitrinas virtuales creamos comunidad, pero también tenemos la posibilidad de presentarnos al mundo de una manera determinada, acorde a lo que queramos o no mostrar. Una suerte de espacio seguro en el que podemos ser quienes queramos. ¿Cómo logramos conciliar la personalidad proyectada en el espectro virtual con aquella propia de la cotidianidad o el espectro material? Y si es que existe una brecha entre ambas ¿es válido diferenciarlas o son ambas parte de nuestra personalidad?
El psicoanalista y profesor de la Universidad Abierta de Cataluña, José Ramón Ubieto, señaló a CuídatePlus en 2019 que, en general, en el espectro virtual y material somos distintos, porque en el virtual, tanto por el anonimato como por la posibilidad de no comprometer el cuerpo, las personas solemos sentirnos más desinhibidos. “Para algunas personas puede llegar a ser como un carnaval diario, donde uno puede elegir el disfraz que prefiere”, dijo. “Se trata de una realidad que, como la analógica, tiene también un punto de ficción, en este caso más acusada que permite fantasear sin tantos obstáculos, sobre todo en aspectos relacionales. La decepción siempre es proporcional al nivel de idealización que uno le entrega”.
Como explica Eva Dauelsberg, psicóloga y académica de la Universidad Adolfo Ibáñez, frente a la posibilidad de desinhibirnos, podemos proyectar lo que deseamos. “Lo digital funciona como una extensión de nuestra mente, tanto por la posibilidad de tener una identidad integrada, como por la posibilidad de transmitir aspectos idealizados. El factor de riesgo se presenta cuando este proceso identitario es muy distinto al que se da en lo cotidiano. Si pensamos en alguien que se crea una identidad virtual con elementos idealizados muy disímiles a los de su vivencia, se genera un círculo vicioso del cual es difícil salir, porque cuando abandona el espectro virtual -donde tenía depositadas sus expectativas- y vuelve a la supuesta realidad se puede frustrar y angustiar. En esa vuelta a la realidad experimenta sensaciones de tristeza y disforia, lo que hace que nuevamente quiera escapar de esa realidad a través de la identidad digital diversa”, explica.
Ahí está el problema, porque en la medida que evadamos nuestros conflictos, como señala la especialista, los acentuamos. “En esa vuelta a lo cotidiano no solo aumentan las problemáticas psicológicas, sino que también la percepción de esa persona de pérdida de control y la culpa asociada a la incapacidad de controlar las variables que le generan complicaciones en la vida diaria”.
Para Carmen Gloria Fenieux, psicóloga y académica de la Universidad Diego Portales, lo primero que hay que entender es que nuestra personalidad no es una estructura rígida y estática, sino más bien una tendencia que sirve para orientar y dar ciertas luces respecto a quiénes somos. Se trata de algo que está en constante movimiento y que puede estar sometido a muchas variables, por lo que determinarla como algo definido e inamovible nos limita. En ese sentido, como explica, es necesario entender que no nos podemos encerrar en un “así soy” o “así debiera ser”, sino que aceptar que por momentos las cosas no van a resultar de la manera esperada.
Según la especialista, si bien puede existir una mayor facilidad de vinculación a través de lo virtual, la brecha entre lo que proyectamos y lo que somos en esencia siempre está. “Siempre hay una disociación o brecha entre nosotros mismos; a veces somos quienes queremos ser y pocas veces somos quienes queremos ser. Por eso tenemos que entender que en nuestro ser hay millones de posibilidades, y lo que aparece en las redes o lo que mostramos ahí no es necesariamente uno mismo, es una de nuestras tantas versiones o facetas. Hay algo de performático, y es parte de quienes somos. Pero una ínfima parte, porque tenemos millones de otros aspectos, necesidades, falencias y virtudes”, explica. “No nos acabamos frente a una cámara o pantalla, somos mucho más que eso. Y por eso siempre va existir una brecha entre lo que proyectamos y lo que más esencialmente somos”.
En 1965 el pediatra y psiquiatra Donald Woods Winnicut introdujo el concepto del “falso self” para designar la distorsión de la personalidad que se da desde la infancia para proteger mediante un mecanismo de defensa nuestro “verdadero self”. El concepto, según explicó en sus investigaciones, tenía que ver con la personalidad que proyectamos y que tiene la función de mediar entre nuestro verdadero ser y el mundo exterior, también para protegernos de lo que se espera de nosotros. Si esta versión era muy falsa, se podía incurrir en una patología. Pero si estaba en contacto con nuestro verdadero ser -más ligado a nuestras experiencias y sentimientos- y lograba mediar con el resto, en tanto que nos permitía manejar los códigos sociales pero manteniendo un contacto con lo propio, no había un problema.
Como explica Fenieux, lo que proyectamos en las redes podría ser visto como ese ser que media con el resto del mundo, pero mientras ese “self” dialogue con el verdadero, y sepamos que es solo una parte de nuestra experiencia, no se trata de una patología. “La clave es que entendamos que lo virtual no nos define por completo, porque somos seres complejos con muchas capas”, explica.