Cuando el neurólogo, psiquiatra y psicoanalista francés, Boris Cyrulnik, tenía seis años, fue detenido por la Gestapo durante una redada policial y trasladado –junto a otros judíos– a la Sinagoga de Burdeos. Era 1943 y la policía secreta de la Alemania Nazi los dirigía hacia la estación Saint Jean para que fueran deportados. Un día logró salir de la sinagoga y una enfermera de la Cruz Roja le hizo señas para que se escondiera en su camioneta, debajo del cuerpo de una señora moribunda. La camioneta partió y Cyrulnik logró escapar. De las 1.700 personas que fueron arrestadas en aquella redada, solo él y la señora sobrevivieron. Sus padres, que habían sido deportados previo a su detención, murieron en Auschwitz.
Estos acontecimientos lo impulsaron a estudiar psiquiatría y, eventualmente, a profundizar en uno de los conceptos psicológicos que a la fecha sigue siendo foco de sus investigaciones: la resiliencia. Y es que, como dijo en una entrevista a El País en 2018, necesitaba comprender qué le había pasado.
En 2009 publicó el libro Resilience: How Your Inner Strength Can Set You Free From the Past y en él postuló que la definición de resiliencia es sencilla; en esencia significa la capacidad de iniciar un nuevo proceso de desarrollo después de un trauma. Lo complicado es descubrir qué condiciones la permiten. Porque tanto la seguridad que sentimos durante nuestra infancia como los vínculos que desarrollamos más adelante y la cultura pueden incidir en ese proceso.
Pero lo fundamental, enfatiza, se da en los primeros años. Porque para que una persona pueda adquirir los factores que le permiten ser mayormente resiliente, es necesario que se le haya transmitido seguridad en su primera etapa del desarrollo. Y para eso, es necesario que su madre, o cuidadora principal, también haya sentido seguridad y protección, porque en definitiva es ella quien la transfiere.
Es necesario también, según explica, contar con un entorno seguro y estructurado por el cuidador principal y alguien más, sea este el padre, la abuela o la profesora. Si el niño se ha sentido protegido y ha adquirido la capacidad de sentir placer, el colegio y todos los desafíos posteriores se podrán superar. Si ha estado, por lo contrario, vulnerabilizado –es decir, que creció en un ambiente de precariedad social en el que fue expuesto a violencias o negligencias emocionales– y su entorno no le aportó seguridad, no se sentirá seguro en sus etapas posteriores. Y eso, por consecuencia, puede tentar en contra de su proceso de superación frente a situaciones adversas.
Y es que las características que definen a las personas que tienen mayor predisposición hacia la resiliencia tienen que ver, y dependen en gran medida, del contexto en el que fueron construyendo su personalidad. “Si alguien ha recibido improntas biológicas que lo fortalecieron desde el nacimiento o incluso antes, esa persona se desarrollará, y si le ocurre una desgracia, sabrá enfrentarse a ella. Ahí hablamos de resistencia. Pero si alguien que está traumatizado y que ha crecido con adversidades logra iniciar un nuevo proceso de desarrollo después de enfrentarse a una desgracia, ahí hablamos de resiliencia. Porque la resiliencia, en definitiva, depende un poco de la persona y mucho de su entorno”, explica.
El psiquiatra del Centro Nevería y académico de la Universidad Diego Portales, Mario Hitschfeld, señala que lo interesante de la resiliencia es que muchos creemos entender lo que significa, pero de por sí hay dos definiciones que se suelen ocupar. Por un lado, está la de la Real Academia Española, que propone que la resiliencia es la capacidad de adaptación que tiene el individuo frente a un agente perturbador o estado adverso. Y la segunda, también utilizada en el campo de la neurociencia y psiquiatría, plantea que la resiliencia es la capacidad de recuperar o volver al estado inicial luego de enfrentar el evento adverso. “La primera definición plantea que es uno el que cambia para adaptarse; asume que la adversidad supone un cambio. Mientras que la segunda, entiende a la resiliencia como la capacidad de volver a donde se estaba antes del trauma, para así poder seguir funcionando. Hay personas que van a ser resilientes de la primera forma y otros de la segunda”, explica.
No se conoce con certeza, según el especialista, cuáles son los neurotransmisores o circuitos neurológicos relacionados a la resiliencia, pero sí se sabe que hay un componente biológico. Entonces las personas que sean más resilientes van a tener por un lado una mayor predisposición genética, pero por otro lado va incidir en su capacidad de resiliencia todo lo previamente mencionado. “Hay hábitos que pueden ayudar a ejercitar la resiliencia: dormir bien, la cantidad de horas necesarias; alimentarse bien y la cantidad adecuada; hacer ejercicio; y contar con ciertas rutinas que estructuren para evitar crear más escenarios de incertidumbre, especialmente en el contexto que vivimos actualmente”, explica.
El psicoanalista y académico de la Universidad Diego Portales, Felipe Matamala, plantea que los seres humanos pueden encontrar un sentido de existencia frente a cualquier situación. Tenemos la capacidad de anclarnos a ciertos motivos o aspectos que resultan ser una motivación para salir de la experiencia traumática, y eso puede ser encontrado en nuestro interior. Porque de base está la capacidad de asumir, aceptar y aprender de experiencias adversas, aunque se requiera de tiempo y una capacidad introspectiva. El problema, según plantea, se presenta cuando se la idealiza como única forma de enfrentar un trauma: “La resiliencia nos hace pensar que todos podemos tener esos aspectos dentro de nosotros y, si bien puede ser cierto, no todos podemos recurrir a ellos. Muchas veces el sentido de vida en situaciones realmente traumáticas, límites y adversas, como se vio en los estudios de los prisioneros de la Segunda Guerra Mundial, no se puede sostener y, por lo tanto, se sufre de aspectos más traumáticos. Lo importante es no hacer que la resiliencia ponga al sujeto en una posición de deber ser”, explica. “La resiliencia es ir más allá de la experiencia dolorosa y buscar en uno mismo el sentido de la existencia, pero a su vez aceptar las propias limitaciones y dificultades, sin generar un ideal de lo que tengo que ser”.
La psicóloga estadounidense Emmy Werner publicó en 1989 los resultados de un estudio longitudinal por el cual analizó a casi 700 niños durante 32 años. De estos, dos tercios provenían de entornos seguros y estables, mientras que los restantes eran niños que crecieron en situaciones de riesgo. Con el tiempo descubrió que dentro de ese último grupo, si bien la mayoría desarrolló problemas de aprendizaje y conducta, un tercio se transformó en adultos “seguros, competentes y cariñosos”. En su investigación, pudo dar cuenta de que habían varios elementos que podían predecir este resultado; algunos habían tenido suerte y se habían encontrado con alguien en el camino que los reforzara y apoyara, pero otros componentes tenían que ver con factores psicológicos. Eran niños que habían aprendido a utilizar cualquier habilidad o herramienta que tuvieron a su disposición para salir adelante. Se trataba de una disposición.
Y es que como plantea Boris Cyrulnik, la creatividad humana –creatividad en tanto que nos permite recurrir a las herramientas que tenemos para crear un espacio seguro– supera el trauma, incluso si eso implica pasar por un periodo de desajuste y revolución posterior a la catástrofe. Como explica en su entrevista con El País; cuando nuestro cerebro funciona bien porque estamos estimulados y contentos, consume energía. Cuando vivimos un trauma, el cerebro se apaga y deja de funcionar. Pero en el sufrimiento posterior, el cerebro vuelve a funcionar. Está afligido y triste, pero funciona.
Lo que pasa es lo siguiente: cuando representamos lo que ha pasado, si contamos con apoyo y podemos reflexionar, sufrimos en la realidad pero eventualmente dejamos de sufrir en la representación de esa realidad, que es cómo la percibimos. En cambio, si nos quedamos solos y reforzamos los pensamientos de la desgracia, agravamos la sensación de sufrimiento. Eso nos puede dirigir a una depresión. El trauma y el dolor, según explica en sus investigaciones, son inevitables, pero el sufrimiento que sentimos después es opcional, y tiene que ver en gran parte con cómo veníamos predispuestos de antes pero también con cómo lo enfrentamos: “En esto, la afectividad es clave. Por eso, después de un trauma es muy importante poder luchar contra nuestro propia tendencia de aislarnos. No es necesario hablar de inmediato, primero tenemos que sentirnos seguros, como los niños, pero luego tenemos que recurrir a nuestros afectos. No es necesario que sea alguien profesional, puede ser una amistad o alguien que nos haga sentir seguros. De eso depende, en gran medida, que la situación traumática de paso o no al sufrimiento posterior prolongado”.