Hace poco volví a la casa de mis papás y tratando de hacer un espacio en mi clóset de infancia di con un cajón lleno de oro. No literalmente. Eran todas las películas que mi hermano y yo veíamos cuando éramos chicos y que, probablemente, generaron un sin número de peleas entre nosotros por decidir quién elegía cuál tocaba ver. Una de las que nos repetimos muchas, pero muchas veces, fue Mulán (1998). Era sin lugar a dudas una de mis favoritas. Pero cuando tomé la caja en mis manos ese día y traté de acordarme de la trama, no di con muchos resultados. Me acordaba del dragón flaquito, Mushu, y de algún otro personaje, pero la historia en general se me mezclaba con otros recuerdos y otras princesas de Disney a tal punto que todo era una maraña borrosa de recuerdos.

Como la cinta estaba ahí, intacta, decidí que esa noche era un excelente momento para despejar la nebulosa y recordar por qué Mulán había sido una de mis regalonas a fines de los ’90. Cuando puse play y a medida que fue avanzando me di cuenta que me sabía todas y cada una de las canciones y después de una hora y media pegada a la pantalla del computador –porque si bien encontré el VHS intacto en mi cajón, el reproductor para esos formatos hace años que ya no existe– recordé perfecto, no solo la historia de Mulán, sino por qué la quise y la sigo queriendo tanto.

La película fue una de las primeras de Disney en retratar a una mujer que se salía del estereotipo de la princesa del cuento de hadas. Actualmente estamos acostumbrados a que las protagonistas de la productora estadounidense sean niñas y jóvenes empoderadas, con una historia propia y con carácter. Pero para quienes crecimos en los ’90, nuestros primeros referentes culturales fueron mujeres de cuentos de fantasía que esperaban ser rescatadas por un príncipe. Sus vidas giraban en torno a la esperanza de conseguir la atención de otro que, daba la casualidad, siempre era un hombre, joven y atractivo.

Pero la historia de Mulán era distinta, a diferencia de las demás princesas Disney que había conocido hasta entonces. El viaje de la heroína que emprendía Mulán no era para perseguir el amor romántico de un príncipe. Mulán abandonaba la seguridad de su casa y su familia –dos cosas que por ese entonces a mí me generaba pavor– para salvar a su papá. Y la valentía era el motor de esta historia. No el amor rosa. De hecho, durante casi toda la duración del film, la protagonista se lo pasa disfrazada de hombre, masculina y burda.

Tratando de pasar desapercibida en medio de una guerra, arriesga su vida para salvar la de su papá que había sido reclutado para pelear por el ejército chino, pero que estaba muy débil y viejo para hacerlo. Ella, siendo la única hija, no podía reemplazarlo porque era mujer, pero a pesar de que estaba prohibido que una mujer se enlistara como soldado, decide tomar la armadura de su papá y hacerse pasar por Ping (un hijo hombre que no existía) para combatir a los Hunos en nombre de su familia y así ayudar a su padre.

La película se estrenó cuando yo tenía 8 años y después de terminarla recordé todas las razones por las cuales Mulán siempre será una de mis princesas favoritas. Fue una de las precursoras en un camino que ha ampliado enormemente los referentes para las mujeres de las generaciones que vienen. Si antes de niñas solo podíamos soñar con ser princesas y enamorarse de un príncipe era lo mejor que nos podía pasar en la vida, Mulán me enseñó que las mujeres podían ser valientes a pesar de sentir miedo. Que podíamos pelear batallas, recorrer caminos desconocidos y embarcarnos en travesías. Y que, si bien nunca tenemos que conformarnos con lo que otros esperan que seamos, no es necesario disfrazarse de hombre para explotar todo tu potencial. Porque Mulán finalmente logró brillar y honrar a su familia siendo ella misma.