No sé por qué, pero cuando chica mi sueño era manejar. Quizás tenga que ver con que una vez, cuando iba en el auto de mis papás sentada atrás con mi hermano, paramos en un semáforo y al lado nuestro quedó un auto negro. No recuerdo el modelo, pero para la época se veía muy moderno. Lo manejaba una mujer joven, preciosa y muy ondera que cantaba a todo volumen una canción de moda. Sé que es una imagen medio cliché, pero a mis 10 años quedé hipnotizada. Tanto, que forma parte de esa pequeña lista de recuerdos nítidos que uno guarda desde la niñez.

Otra razón potente para querer manejar creo que tenía que ver con que mi mamá nunca manejó. Aunque tomó varios cursos y siempre tuvo auto, nunca se atrevió. Hizo algunos intentos cuando íbamos a la casa de la playa, pero mi papá la corregía constantemente y ella se ponía nerviosa. La última vez que lo intentó quiso entrar el auto al estacionamiento, no le avisó a nadie y confundió el freno con el acelerador. El auto terminó incrustado en el portón que divide el ante jardín del patio. Todos bajamos corriendo por el estruendo y mi papá se enojó tanto, que terminaron todos peleados. Nunca más la vi sentada en el asiento del piloto y mi papá era el que la llevaba a todas partes. Esa dependencia era el polo opuesto de la libertad que vi –con mis ojos de niña– en la mujer del auto negro.

Por eso, para la Navidad de mis 16 años, pedí que me regalaran un curso de manejar. Cumplo años en enero, así que mi cálculo era hacer el curso en verano y desde marzo poder manejar con un adulto al lado. Y así fue. La primera vez que salí con un tutor al lado me puse nerviosa y me equivoqué, pero en la segunda clase estuve mejor y en la tercera ya casi andaba sola. Estoy a punto de cumplir 40 por lo tanto llevo casi 25 años manejando y de verdad creo que manejo muy bien.

A pesar de eso, desde que me casé mi lugar fue el del copiloto. Nunca fue conversado, pero asumimos que cada vez que íbamos a salir, él manejaba. Excepto cuando íbamos a una fiesta donde había alcohol. Ahí la mayoría de las veces la encargada de conducir de vuelta era yo, porque –tampoco por un acuerdo conversado– era la que asumía esa responsabilidad. Y este podría haber sido un excelente indicador de era la que maneja mejor, porque al menos soy más responsable, pero no, en nuestra dinámica de pareja el encargado de manejar era él y eso implicaba una convicción tácita de que él lo hacía mejor. De hecho, muchas veces me pasó que llegaba a un estacionamiento en paralelo y le pasaba el auto a él para que lo estacionara; o cuando íbamos en una carretera de una vía y había que adelantar, tampoco me atreví y terminé cediendo el volante.

Cuando era más joven y soltera todas estas maniobras las hacía sin problema, pero desde que me casé y asumí el rol de copiloto, mi inseguridad apareció. Ahora que lo pienso quizás es algo parecido a lo que le pasó a mi mamá. Y es que no podría contar con los dedos la cantidad de veces que escuché a mi marido decir “mujer tenía que ser”, cuando había un auto mal estacionado cuando el auto de adelante hacía una maniobra incorrecta. Lo mismo que escuché por años de mi papá. La repetición constante de una idea, aunque sea incorrecta, puede hacerte creer que es verdad, y fue así como hasta yo misma en alguna oportunidad terminé diciendo algo tan machista como que los hombres manejan mejor que las mujeres.

Creo que en general el mundo automotriz ha fomentado el machismo. Desde su publicidad con mujeres curvilíneas, pasando por aquello de que las mujeres no entendemos de autos y no podemos cambiar ni una rueda, hasta la idea nefasta de que un hombre en un auto caro es más atractivo. Todas estas parecen ser cuestiones evidentemente machistas y creo que ninguna de nosotras podría pensar lo contrario. Pero como en todo, existen también ideas silenciosas que son tan sutiles que terminamos normalizando. Como aquello de que en una pareja el asiento del piloto es para el hombre y el del copiloto para la mujer. Seguir fomentando es asumir que ellos manejan mejor, cuestión que según algunos estudios, está muy alejado de la realidad.

Alejandra Campos (39) es enfermera.