Esa desagradable sensación de ser la nueva, toda la vida
¿Conocen el concepto de terapia de choque? Se supone que si una persona se enfrenta a sus fobias o temores de forma deliberada y controlada, va a poder superarlas. De preadolescente yo era muy alta para mi edad, narigona y tremendamente tímida e insegura, y recibí una terapia de choque que duró toda mi adolescencia. Durante toda esa etapa fui “la nueva”.
Estuve hasta quinto básico en el mismo colegio, viviendo una infancia relativamente normal. No es que me molestaran, pero era de esas personas un poco invisibles. Tenía amigas, pero no era raro que pasara uno que otro recreo sentada en las escaleras, esperando que terminara para volver a entrar a clases. Era tan tímida, que un par de veces me hice pipí en la sala porque me daba vergüenza pedir permiso para ir al baño. Ese nivel.
En sexto básico llegamos a Punta Arenas. Todavía me cuesta pensar en eso, porque pese a que a una de mis mejores amigas la conocí en el colegio allá, fue uno de los años más tristes de mi adolescencia. Iba en sexto básico y era “la nueva”, pero igual quise celebrar mi cumpleaños e invitar a las 40 otras niñas que estudiaban conmigo. Me acuerdo que hice las invitaciones con cartulinas moradas y verdes, y se las entregué una a una. Llegaron dos personas, y mi mamá tuvo que invitar amigos de mis hermanos para que alguien me cantara.
Me acuerdo que ese día en la noche mis papás tenían una comida y cuando mi mamá se fue a despedir hice todo lo que pude para que no viera que lo único que quería era que me dejara sola para llorar. Y así me pasaron hartas situaciones, cosas que finalmente te enseñan y forjan tu carácter. Después nos fuimos a una isla donde vivíamos asilados -lo que era ideal para mí-, pero tras ese paso austral nos fuimos a Estados Unidos. Allá aprendí muchas cosas siendo la nueva.
Aprendí, por ejemplo, que no le tienes que caer bien a todo el mundo, y que hay gente que es pesada porque sí. Aprendí que si quiero conocer gente tengo que abrirme a eso, y que aunque me cueste creerlo, a veces la gente sí me quería conocer. Aprendí que nadie está obligado a ir a mi cumpleaños, y que si no salgo de mi cascarón y no hablo con nadie, es muy probable que a nadie le interese ir.
Si no dejamos que los demás nos vean, no nos van a buscar. Pero claro, pensarlo es más fácil que hacerlo. También tuve que aprender que podía participar de conversaciones y que a veces podía equivocarme en mis opiniones, pero que eso no significaba el fin del mundo. Descubrí que la gente no está juzgando cada centímetro de tu cuerpo, ni de tu ropa, ni cada cosa que dices. Aprendí, principalmente, a relajarme. Hace años vivo y trabajo en el mismo lugar, pero creo que ser la nueva es algo que va a vivir conmigo para siempre.
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