En su libro The Deepest Well: Healing The Long Term Effects of Childhood Adversity la pediatra y autora estadounidense, Nadine Burke Harris, revela que muchas de las dificultades que se nos manifiestan en la adultez encuentran su origen en las adversidades que vivimos durante la infancia y sus consecuencias de larga duración. Estas situaciones, denominadas en el campo de la neurociencia como ACE (Adverse Childhood Experiences), tienen una incidencia, aunque a ratos poco identificable, en nuestros organismos y pueden llegar a cambiar, como explica la autora, nuestros sistemas biológicos. Pueden, además, durar toda la vida.
Se las conoce también como situaciones generadoras de estrés tóxico, es decir, aquel estrés prolongado que surge de situaciones continuas como el abuso o la negligencia crónica, la exposición a la violencia y las cargas acumuladas de las dificultades económicas familiares, entre otras, y cuya respuesta biológica –cuando se sostienen en el tiempo– puede interrumpir el desarrollo del cerebro y aumentar el riesgo de enfermedades relacionadas al estrés y al deterioro cognitivo, incluso en una etapa posterior de la vida.
Como explica la especialista en su libro, nuestra respuesta natural y biológica frente a situaciones adversas que generan angustia y miedo es la de liberar hormonas del estrés. Estas hormonas activan nuestra reacción de lucha o huida, entonces cuando respondemos así, nuestro cuerpo está haciendo tal cual lo que debería hacer. El problema se genera cuando se vuelve algo constante. Las situaciones de mayor estrés, como el contexto de pandemia mundial que vivimos ahora, podrían presentar desafíos únicos para aquellos niños que han vivido una cantidad significativa de eventos adversos. ¿Cómo se hace, entonces, para que la desregulación emocional que están viviendo los niños –y los padres– en estos tiempos no resulte en un futuro trauma?
Lo primero que hay que entender, como explica la psicóloga infanto-juvenil de la Universidad de Chile y miembro del Instituto Milenio para la Investigación en Depresión y Personalidad, Lucía Núñez, es que no siempre se va dar paso a una reacción traumática, por más difícil que sea el contexto. Porque de por sí, no es el contexto el que define si hay un posterior trauma, sino que cómo reaccionamos frente a ese contexto determinado. “Son los efectos asociados a la situación, cuando se trata de situaciones graves o altamente estresantes, las que pueden generar una respuesta post traumática. Y a esos eventos serían los que tenemos que estar atentos. También puede haber matices traumáticos, pero si se trabajan y se extinguen, no deberían existir huellas psicológicas de largo plazo”, explica.
Según la especialista, las respuestas emocionales que más se han visto en los niños en los estudios recientes –que miden el impacto de la pandemia en la infancia– varían según la realidad y situación socioeconómica de cada familia, pero dentro de ellas destacan el miedo (no solo a enfermarse sino que a una posible situación que no tenga fin), un aumento en la irritabilidad y el enojo, la sensación de aburrimiento y algunos, incluso, se han puesto más regresivos, es decir, necesitan estar más cerca de los papás o han perdido ciertas destrezas. “No todos los niños van a reaccionar de la misma manera y es importante que los padres entiendan eso y no se asusten ni cuestionen de manera crítica las posibles reacciones. También hay que asimilar que cada niño vive en un entorno familiar específico y ese entorno es el que tiene mayor incidencia en sus respuestas emocionales. Si sus padres están más estresados, los hijos también lo estarán”.
La investigadora del Centro de Neurociencia Social y Cognitiva y académica de la Universidad Adolfo Ibáñez, María Josefina Escobar, quien desde el 30 de abril está realizando un estudio para medir los impactos de la pandemia en la salud mental de los niños y los cambios conductuales que han presentado en estos últimos meses, explica que las distintas maneras de reaccionar frente a las circunstancias depende del contexto económico y social, las redes de apoyo y cómo lo están viviendo los padres, quienes son los cuidadores primarios y las bases seguras de sus hijos.
Hasta el minuto, la encuesta ha sido respondida por 5.000 madres y 500 padres y dentro de los resultados preliminares se da cuenta de que un 70% encuentra que sus hijas o hijos han mostrado mayor necesidad de estar cerca de ellos y tener su atención. El 50% reporta que sus hijos han tenido mayores dificultades para dormir y también un 50% plantea que sus hijos han sido más desobedientes.
La especialista explica que los cambios conductuales dependen en gran medida de la familia. “Es muy distinto estar en una familia en la que todos hayan perdido el trabajo y no haya recursos de apoyo. Estos son todos factores que hay que considerar al minuto de ver qué tan traumático va ser este evento o no. También es importante saber que en la medida que las madres y padres estén disponibles y regulados, van a poder regular el estrés de sus niños. Si se encuentran mecanismos para manejar la propia angustia, los niños estarán más libres de los impactos relevantes a nivel de salud mental. No se trata del factor pandemia; lo traumático o no está modulado por cómo los padres median la información”.
Lucía Núñez asegura que criar en estos tiempos implica estresores adicionales y sugiere que las madres y padres sepan que van a perder la paciencia con mayor facilidad y por ende estén atentos a eso y a la importancia de darse unos momentos de calma antes de perderla por completo. Además, propone que hay que establecer tiempos para hablar con los niños sobre cómo se han sentido. “No se trata de argumentar o corregir, sino que solo escucharlos y legitimar los sentimientos que han tenido”, explica.
A su vez, generar fórmulas de descarga de energía para aquellos niños que se han sentido más irritables y enojados. “Buscar que haga más actividad física o lúdica en las que pueda usar su energía física es clave. Que pueda hacer algo como golpear la almohada o romper una revista. Y ayudarlos a mentalizar que cuando hacen eso sacan la rabia”. También es importante, según explican las especialistas, que los padres contesten de la manera más honesta posible y mantengan un diálogo confiable, pero ocupando un lenguaje que los niños puedan asimilar. Es importante contener, pero no hacer promesas irreales. “Los niños son muy sensibles frente a nuestras mentiras. Si no sabemos la respuesta, es mejor dejarlo claro. Y también preocuparse de decirles que hay mucha gente trabajando para resolver esta situación”, explica Núñez.
Por último, recomiendan pedir ayuda profesional si se detecta que la respuesta en los niños o en los mismos padres sobrepasa los límites y hay riesgo de violencia. Como dice Escobar, nadie conoce mejor a sus hijos que los padres y por eso es fundamental estar atentos a sus necesidades. También es importante el autocuidado de mamás y papás, u otros cuidadores, para ser y funcionar como las bases seguras que necesitan sus hijos en este minuto. “Algunas patologías de la adultez se gatillan por una situación específica, pero a la base traen un trauma de la infancia no trabajado. Por eso es importante estar alertos de lo que vamos observando y saber que si se trabaja, no deberían existir secuelas permanentes. Es clave ser más flexibles frente a ciertas normas, porque en el fondo les hemos cambiado las reglas del juego”, explica.