El año 1997, apenas hubo Internet en mi casa disponible vía telefónica en el único computador que compartíamos con mi mamá y mis hermanas, cuando un amigo del colegio me dijo que tenía que bajar ICQ. Fue así: una orden. Era la época en que se navegaba por los sitios que los fans hacían de los músicos favoritos y empezaban a configurarse los portales de noticias. Internet todavía era un lugar lento pero divertido donde consumir cultura e informarse. En ese contexto, ICQ abrió otra posibilidad: la de conectarnos los unos con los otros. En tiempo real.
Yo en esa época cursaba Tercero medio y tenía pocos amigos, pero a este amigo que me dio la orden le creía todo. Con él compartíamos el gusto por diseñar sitios en html y descargar música. Íbamos juntos al laboratorio de computación del colegio y probábamos tipografías para diseñar nuestros trabajos. Con él descubrimos Napster, Hotmail y -por supuesto- el porno. Pero más allá de cualquier cosa, lo que nos fascinaba a los dos de Internet era la posibilidad de descubrir posibilidades nuevas.
Lanzado en noviembre de 1996, el ICQ era un programa súper completo de mensajería instantánea. Su logo era una flor de ocho pétalos que pasaban del rojo al verde cuando se conectaba y su nombre respondía al código fonético I seek you (Yo te busco). A mí el mail me encantaba, porque me gustaba escribir cartas largas y dramáticas, así que reconozco que miré con cierta desconfianza la idea de una mensajería instantánea en la que una tuviera que reducir mis “cartas” a un par de líneas. Pero el programa me conquistó rápidamente.
Una vez que iniciabas sesión, si tenías el correo de tus conocidos, podías buscarlos fácilmente y armarte una lista de amigos virtuales. En vez de llamarlos por teléfono o mandarles un mail, tenías -por primera vez- la opción de mandarles fotos y de compartir con ellos algo que había pasado en el día. ¡Ese mismo día! Con mi amigo nerd (que en verdad no era nada de nerd) nos coordinábamos para que nuestros nombres de usuarios fueran complementarios y poníamos una hora para iniciar sesión al mismo tiempo. Porque iniciar sesión era algo performático.
Él y yo diseñábamos sitios web en nuestros tiempos y éramos insaciables aprendices de Internet, así que ICQ se convirtió en un lugar de encuentro y en un buen canal de comunicación para compartirnos datos, experiencias y fracasos. Con él no teníamos un diálogo social, sino que abiertamente técnico. Pero con el resto de los primeros usuarios-amigos-contactos empecé a tener conversaciones. Generalmente iniciaba sesión en la tarde, después de haber hecho las tareas, me ponía al día con mi amigo y horas después interrumpía mi tiempo de ICQ para comer. Luego, seguía en la noche. Las opciones de estado eran: flor verde, para mostrarse disponible, flor verde con un letrero blanco, para estar away, flor verde con un signo de silencio, para sólo mensajes importantes y flor verde con un signo de no cruzar, para pedir por favor que no te molestaran.
Por su puesto que mi opción favorita no era ninguna de estas, sino que la flor verde con un ojo, que te permitía estar invisible y ver en incógnito quién estaba conectado. Desde ahí, en silencio, lo más emocionante era ver uno a uno a tus amigos aparecer con la flor verde, conectados desde sus casas y decidirte a formar parte de ese grupo. Para mí ICQ fue la representación de la inmediatez: al otro lado del programa, había otra persona como tú.
Dos años después de su lanzamiento, AOL compró ICQ (en una de las primeras grandes transacciones de una plataforma de Internet) y el programa se transformó en un fenómeno mundial con más de 100 millones de usuarios. Un año después, Microsoft lanzó el MSN Messenger, asociado a las taquilleras cuentas de correo Hotmail -que la llevaban en esa época- e ICQ comenzó rápidamente a ser reemplazado. Todos nos hicimos adictos al MSN. Después del cambio de milenio vino Skype, Google Talks y en 2009 apareció WhatsApp, un programa para smartphones que enviaba textos, fotos y videos de forma gratuita.
Para ese entonces, ICQ ya era motivo de risa, una especie de Carlalí de los programas de mensajería instantánea. Pero yo lo seguía -y lo sigo- amando. Recuerdo perfectamente cada uno de sus sonidos, en especial el que hacía un usuario cuando se conectaba el clásico y robótico “¡Oh, oh!”, cuando algo no funcionaba. Recuerdo las conversaciones sobre Internet con mi amigo y también las conversaciones personales que empecé a tener sobre mí misma. Quién era, qué me gustaba, qué quería. Para mí ese programa fue la primera configuración de una especie de comunidad en Internet, donde podías elegir tu estado, tu nombre de perfil y a qué hora aparecer delante de tus pares. Cómo te presentabas al resto.
Qué música me gustaba, a qué ciudad soñaba con viajar o qué había hecho en el día eran cuestiones que parecen banales, pero eran preguntas sobre mí, al fin y al cabo. Y me las empecé a hacer de noche, sola, mirando la flor de ICQ. Porque hasta entonces, rara vez me las había planteado al otro lado de la pantalla.