"Con Emilio nos conocimos en una fiesta de Año Nuevo. Un amigo en común nos presentó y terminamos conversando y bailando toda la noche. No sabría decir si fue amor a primera vista, pero de todas formas hubo una química recíproca inmediata. A los tres meses, en marzo de 2016, nos pusimos a pololear. La relación duró cuatro años y terminamos justo antes de que la pandemia llegara a Chile.
En el tiempo que estuvimos juntos lo pasamos muy bien, viajamos y crecimos. Hubo, como en todas las relaciones, momentos difíciles, pero nada que no se pudiera conversar. Él tiene un muy buen carácter y, pese a que yo soy un poco más enojona, nos entendíamos y complementábamos. Fue mi primer pololo más formal y establecido y yo fui la de él. En algún minuto realmente pensé que éramos el amor de nuestras vidas.
Hasta que en enero de este año, mientras lo estaba ayudando a cambiarse de departamento –él me hizo muy partícipe de ese proceso porque confiaba en mí y sabía que a mí me gustaba mucho el diseño de interiores y la decoración– me dijo que estaba confundido y que quería tomarse un tiempo.
Estábamos en plena mudanza; su mamá y tía, que también habían ido a ayudarlo, justo habían salido a comprar algo para almorzar y él aprovechó de decírmelo en este entretiempo. Así de la nada, sin previo aviso. Quedé en shock y no pude ni hablar. Sentí que en ese momento, con el poco tiempo que teníamos antes de que volviera su familia, no íbamos a lograr conversar bien o entendernos. Se me venían tantas cosas a la cabeza. Ese era un departamento en el que él iba a vivir solo, pero siempre lo habíamos pensado como un espacio compartido. Yo había estado muy presente en todo ese proceso. Me fui rápido y llamé a mi mejor amiga. Estaba destrozada y sentía que me dolía todo el cuerpo.
Esa noche, un poco más tranquila, le pedí que habláramos. Fui al departamento y me dijo que estaba confundido, pero que no quería cerrar del todo nuestro vínculo. Él proponía un tiempo. Pero yo no quería eso. ¿Para qué? ¿Tenía que decidir si le gustaba otra o si aun quería estar conmigo? No estaba dispuesta a competir con nadie, menos después de una relación larga y sana como la que habíamos tenido. Así que preferí terminar.
Febrero fue mi mes de duelo. Me lo lloré todo en el baño de la oficina y mi ansiedad me jugó una mala pasada. Nunca más le hablé y no nos tenemos en las redes sociales, pero muchas veces sentí la necesidad de saber en qué estaba, qué estaba haciendo y si estaba con ella. Me metí al gimnasio e incluso ahí me lo lloré todo. Y un par de amigos del trabajo me ayudaron y me contuvieron. Nunca dejé de rendir en lo profesional y me las ingenié para estar mal, pero seguir haciendo lo mío. De hecho, diría que el trabajo me ayudó mucho.
En mi calendario mental, marzo iba a ser mi mes. Tenía pensado retomar las salidas, la vida social, juntarme mucho con mis amigas y conocer gente. Ya no quería seguir llorando. Quería retomar mi vida de soltera. Pero la vida se encargó de demostrarme que no se puede tener el control por sobre todo. A mitad de marzo comenzó la cuarentena preventiva y el 18 me mandaron a la casa con teletrabajo hasta nuevo aviso. Mi ansiedad se multiplicó por mil.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo iba a pasar las penas encerrada en mi casa, sin poder ver a mis amigas o a mi familia? ¿Sin poder distraerme un poco para sanar mi herida? Confieso que aunque estaba del todo consciente que todos estaban pasando por un mal momento, vislumbré un panorama muy oscuro. Pero ha sido lo contrario.
En estos dos meses, he pasado por todo tipo de emociones. Al principio tuve susto de que la cuarentena me iba a reforzar la pena y la ansiedad. Pero mi psicólogo me dijo algo que me quedó dando vueltas: en cierto sentido, este es el mejor momento para vivir el duelo de una ruptura y su sanación. En la casa uno puede llorar, gritar, estar en pijamas, trabajar desde la cama si se quiere y permitirse ciertas cosas que antes no nos permitíamos. También es un momento que nos ha hecho reflexionar a todos, los que están pasando por una ruptura o no, y que nos ha demostrado la importancia de ser más permisivos con nosotros mismos.
Hay días, he hecho, que he estado todo el día acostada, aunque tenga que trabajar. Otros días que me visto y sigo con mi rutina anterior. Pero no me pongo restricciones; si quiero trabajar desde la cama, lo hago. También he vuelto a hacer cosas para mí que había dejado de hacer porque sentía que eran una pérdida de tiempo. Ahora veo películas, leo –llevo seis libros en lo que vamos del año– escribo mucho en mi cuaderno y he empezado a bordar. Todas cosas que antes no encontraba el tiempo para hacer, porque tenía que estar con mi pololo, trabajar o hacer otras cosas que me parecían más importantes. Pero por sobre todo, también me he permitido no hacer nada.
Durante mucho tiempo rechacé los momentos de ocio, pero me he dado cuenta de lo importantes que son. A veces estoy en mi pieza escuchando música y miro el techo. Durante un buen rato. Ese “no hacer nada” me ha ayudado a sentirme más tranquila. También empecé a meditar.
En abril confieso que exploté. Me había propuesto dejar de hablar del tema, porque no quería que mis problemas fueran los que se acapararan de las conversaciones y porque entendí que había que dimensionar. Pero por más que me contuve, un día simplemente sentí la necesidad de conversarlo para poder cerrar. Lloré, grité y solté. Ese fue el punto de inflexión. Considero que fue el paso más difícil de este proceso.
En este tiempo mi papá ha sido un enorme apoyo –vivimos juntos–, y me di cuenta de quiénes son los que realmente me importan y quiénes no. También a quién le importo. Me di cuenta también que el trabajo me gusta mucho y que me ha servido para estar conectada con el resto. He escrito como una manera de comunicar cuando en realidad no quiero hablar con nadie. De esta forma plasmo en el papel lo que estoy sintiendo y después lo vuelvo a leer y aprendo cosas nuevas de lo que estaba interpretando en ese momento determinado.
Pero más que eso, he pensado mucho en quién quiero ser cuando salgamos de esto. Sin presiones, por supuesto, pero creo que de todas formas no seremos los mismos que antes. Y los que sí se mantengan igual, estarán en problemas. Porque todos debiésemos tomarnos este tiempo como una oportunidad de aprendizaje".
Fernanda Díaz (29) es periodista.