Mi día comienza alrededor de las 7:30 de la mañana, cuando mi hijo menor, de 6 años, me pide la leche. Como está durmiendo conmigo desde la cuarentena, religiosamente la dejo la noche anterior preparada en mi velador para que se la tome y siga durmiendo. Pero después de habérsela tragado, se pega a mí y me dice: “abrázame mamá, tengo frío”. Luego de eso, comienza a moverse como remolino y a contarme cosas. Le contesto monosílabos diciéndole que se vaya a jugar abajo, pero me dice que le da miedo. Una vez que se atreve, logro dormitar unos minutos más hasta que grita “mamáaaa, dóblame el confort para limpiarme”. Desde el segundo piso y en tono alto, le pido que lo haga solo. Ahí aparece mi hija, de 11 años, semi-despierta y enfurecida. Exige silencio encarando al hermano y vuelve a su cama para seguir durmiendo. El chico no se queda atrás y le grita de vuelta.
Obviamente los alaridos me obligan a levantarme e interceder. Vuelvo a meterme en mi cama y me suena el despertador. Mi hija de 10 años tiene clases por Zoom. Logro levantarla cinco minutos antes y traerle una leche como método de activación. Obligarla a vestirse es algo imposible. Como es nula en la computación, debo instalarla abriéndole el link. Las invitaciones las hacen en los días anteriores y ya no recuerdo qué materia le toca, estoy confundida con tanto mail y WhatsApp de los distintos cursos.
Bajo a tomar desayuno y el chico se me pega pidiéndome un pan con queso caliente. Corre y grita encima de mío, jugando con el perro mientras logro tomarme el café. “Mamá, hagamos las tareas”, me pide.
Abro los dispositivos tecnológicos y obviamente están sin batería después de haberlos exprimido el día anterior. Buscar los cargadores a esta altura es todo un desafío, ya que mi memoria no da. Como no dio el ancho el día anterior para enchufarlos. Hasta tuve que pedir prestado uno para que alcanzaran. Los cargo mientras me ducho y aparece la mayor con cara de drama, preguntándome si puede usar su media hora de celular al día como lo tiene estipulado. Se lo paso, a pesar de mis pocas ganas y su mala cara.
Me instalo en la pieza de mi hijo y comenzamos su rutina. Imposible dejarlo sólo. El refuerzo positivo no puede desaparecer. Atención plena es poco decir ante las demandas de mis críos. Una vez que he terminado con el chico, empieza la pelea con las grandes. Vístete, lávate los dientes, es hora que se sienten a hacer las tareas, ya pasó tu tiempo de celular, dejen de sacarse fotos.
Me instalo luego con la segunda a ver qué mandaron esta vez al Drive para estudiar. Ella vive en su mundo de fantasía, jugando con lo que se le cruza, y me cuesta un mundo sentarla. “Pero mamá, ¿por qué tengo que hacer tareas si ya tuve clases?”. Todos los días me hace la misma pregunta. Entro a mi pieza para ver cómo va la otra y, casi siempre, la encuentro metida en Instagram. No ha hecho absolutamente nada. La amenazo con quitarle la televisión a la hora que le es permitido y me contesta que le da lo mismo. “Estás insoportable”, me responde, como quien le habla a una amiga.
Dejo pasar las quejas y vuelvo a sentarme con la del medio. Mientras sigo enseñándole, llega mi hijo a exigirme que le imprima una foto de su papá. Le explico que ahora no puedo, pero él chilla como un mono. Mi hija le devuelve el reclamo exigiendo su espacio de estudio porque no puede concentrarse si él interrumpe. Yo le repito lo mismo, pero de buena manera. No quiere entender. La otra lo insulta. Comienza el tercer (¿o cuarto?) round del día. Empujones de aquí para allá. Lápices voladores. Garabatos al aire.
Bajo a implorarle a quien me ayuda en la casa que se encargue del más chico. Me pone mala cara y me contesta que tiene que hacer el aseo. Ella generalmente es puertas afuera y ha accedido a quedarse conmigo puertas adentro durante dos semanas. Pero su paciencia la traiciona y quiere tirar la esponja. Cómo no, si hasta yo quiero hacerlo y eso que soy la mamá de las criaturas. Tenemos muy buena relación, por lo que al rato accede.
Luego de terminar con una, sigo con la mayor. Ella va en un colegio mucho más académico y exigente que los otros dos. Sólo quiere que le de las respuestas luego de la cantidad de tareas que le mandan al día, no que se las explique, “Mamá no seas latera, necesito terminar rápido”. Y así se me pasan los días.
La tarde transcurre y se oscurece temprano. Tema piojos. Hoy día toca peine. El más chico lo ha superado, porque tuve que cortarle sus preciosos rulos. Con las niñitas, no hay caso. Entre shampoo, lociones, aceites para cambiar el ph, no hay nada que haga que los ingratos visitantes desaparezcan. Les paso el peine y no sale nada, pero en las mañanas las veo rascarse a dos manos.
Por fin llega la hora de comer. Logran quedarse quietos un rato. A veces conseguimos hablar acerca de algún tema y nos reímos todos juntos. Pero apenas termina el postre, salen corriendo a ver televisión. Luego de una hora parte el terremoto. La pantalla se apaga y comienzan a correr por toda la casa, perro incluido, gato escondido ante tal conmoción. La grande reclama porque no participa, pero los chicos pareciera que hubieran consumido alguna droga. Risas delirantes, gritos, empujones, chacota. No doy más.
Junto con ese fenómeno, llega mi ansiado momento. Copa de vino, computador en mano, me escapo afuera a escribir. Prendo el cigarro del día, pero al rato llega mi hija mayor a pararse desafiante ante mí. “Apágalo. Ahora. Te vas a morir de cáncer”, me dice. Comienza el forcejeo para tratar de quitarme los puchos. “Ya, no voy a fumar más” le digo vencida por el cansancio. “Entonces me quedo acá para que cumplas los que dices”. Luego de un rato se aburre y se va, con un gesto de asco muy recurrente en estos días.
Sigo escribiendo. Después de un buen rato llegan las dos niñitas a pedirme que las acueste. Lo hago rápido, sin muchas ganas. Les dibujo una cruz en la frente a cada una, damos las gracias y rezamos el ángel de la guarda.
Por fin llega el minuto en el que puedo prender de nuevo el tabaco. Y reflexiono en qué minuto mi vida se transformó en satisfacer las necesidades de mis hijos 24/7. No existe momento en que no esté con ellos. Se preguntarán donde está el padre. Bueno, yo también. Finalmente es y seguirá siendo el padre de mis tres preciados hijos.
En este tiempo los contengo, los educo, trato de darles el mayor amor posible a pesar de mi agotamiento, tanto físico como mental. Mientras en las redes sociales veo fotos de mi ex pololo casándose con otra, a un año desde que terminamos. Claro, con alguien que no tiene hijos.
Yo era actriz, soy actriz, quiero seguir siéndolo. Más que actriz, me considero una artista. Y me interesa seguir utilizando mis emociones y mis talentos para aportar algo al mundo. Pero estoy imbuida en la domesticidad del día a día. Trato de convencerme que esto va a pasar, pero la ansiedad me juega una mala pasada. ¿Cuándo? ¿Cómo? Llega la noche y mi mejor amiga son las letras que escribo. Ellas me hacen botar las energías absorbidas. Hago meditaciones, sesiones de pilates con los niños encima, hago de cuentacuentos con las niñitas grabándome, invento talleres de teatro online. Trato de estar bien, pero se me hace difícil aceptar esta nueva realidad.
Y me viene la culpa, la maldita culpa que nos inculcaron. La culpa por estar quejándome cuando soy una privilegiada, mientras hay tantos que no tienen siquiera qué comer porque el trabajo es su sustento del día a día o viven en hacinamientos inhumanos. Por eso me cuento mi historia a través de una parodia, para parecer que no es que esté reclamando, sino riéndome de mis desventuras de madre divorciada en pandemia.
Finalmente, dejo a medias lo que estoy escribiendo porque el cansancio me vence. En mi cama, no hay uno, sino mis tres hijos. Prendo la televisión en modo silencio y a los cinco minutos se me cierran los ojos.
Me despierto varias veces en la noche con las patadas y combos del chico. Le pongo una almohada al medio, pero transcurren las horas y él se las arregla para estar pegado a mí. “Mamá, quiero estar contigo”, susurra. Yo ni le contesto. En un acto reflejo, me doy vuelta y lo abrazo. Sin darme cuenta empieza un nuevo día. De la misma manera que el anterior. Así es esta pandemia: no nos da respiro alguno.
Elisa (39) tiene tres hijos y es actriz.