A mi último pololo lo conocí en octubre del año pasado. Yo venía saliendo de una relación y lo último que quería era volver a involucrarme. No estaba dentro de mis planes. Más bien, había decidido pasar un tiempo sola. Pero mi amiga, decidida a presentarme a alguien, le pasó mi número a un amigo de ella. Yo no le di mucha importancia, hasta que una noche me escribió.
Él me dijo que se estaba yendo de viaje por una semana, pero que me quería conocer. Yo, convencida de que no quería dar paso a una posible relación, me lo tomé con suma tranquilidad. Pero todo se fue dando de manera natural. Esa semana que él estuvo fuera de Chile hablamos todos los días, todo el día. Nos despertábamos con mensajes de buenos días y nos despedíamos antes de acostarnos. Primero por WhatsApp, después por teléfono y finalmente por video conferencia. Hablamos de nuestros hijos, nos compartimos fotos de nuestros familiares. Yo me sentía cada vez más contenida, entretenida y encantada.
Cuando volvió de su viaje, decidimos juntarnos. Apenas nos vimos nos dimos un abrazo muy largo. Era el momento que habíamos esperado durante todos esos días. Entre risas y nervios nos pusimos a hablar, nos miramos y nos fuimos conociendo. Aunque ambos sentíamos que ya nos conocíamos. Fuimos a comer, nos reímos toda la noche y lo pasamos increíble. El tiempo juntos pasó volando y ninguno de los dos quería que se acabara la noche. Caminamos de vuelta, nos abrazamos y nos besamos.
Volví a mi casa feliz, no podía creer que había conocido a alguien tan especial con el que había enganchado tan rápido. Mis amigas tampoco lo podían creer; según me decían, yo no me enamoraba fácilmente. Pero algo había pasado. Estaba totalmente cautivada y se notaba en mi cara de felicidad. Dimos paso a una dinámica de mucha confianza y compañerismo. Conoció a mi hermana, me acompañó a ver a mis papás. En fin, lo dejé entrar en mi vida como nunca antes lo había hecho.
Y sentí que ambos estábamos en las mismas. En una conversación de las que tuvimos al principio, de hecho, nos dijimos que siempre íbamos a hablar con la verdad. Que si uno de los dos se estaba embalando muy rápido, lo conversaríamos. Pero yo aun no había visto que él acarreaba muchas dificultades no resueltas que lo retenían e inhabilitaban. Eso lo vine a saber después.
Se acercaba Año Nuevo y nos dijimos que ese sería nuestro año. Pero a principios de enero, por alguna razón que aun no logro entender del todo, él se empezó a alejar. Yo lo buscaba y no respondía. Para mí seguía siendo una persona muy importante, por eso no estaba dispuesta a renunciar a lo que habíamos construido en tan poco tiempo e insistía en conversar las cosas.
Pero él se mostraba cada vez más distante y no me decía a qué se debía ese cambio repentino en su actitud. No había cómo conversar claramente y de frente. Más bien optaba por responder de maneras ambiguas o de frentón bypasear mis preguntas. La lejanía se volvía cada vez más difícil de negar, pero yo estaba aun muy comprometida emocionalmente.
No sé si habrá sido por sus relaciones o separaciones anteriores. No sé si habrán sido sus fantasmas. Tampoco sé qué pensaba en esos minutos. Creo que me quería mucho, pero había algo que lo retenía. Lo único que sé con certeza es que las llamadas y visitas ya no eran lo mismo. Las primeras semanas de enero había dejado de contestar casi por completo. Y me fui dando cuenta de que esa dinámica no era la que quería para mí, pese a estar muy enamorada.
Entonces tomé la decisión de escribirle y decirle que ya no podía con esa ambigüedad y prefería dejarlo hasta ahí. Que no podía seguir pidiéndole que me contara lo que le estaba pasando. Yo tampoco tenía cómo saber si habíamos hecho las cosas mal, porque no estaba recibiendo ningún tipo de feedback por su parte. Pero no hubo respuesta. No me dijo nada. Al poco tiempo, lo bloqueé. Igual, al final, si uno quiere estar con alguien, lo está. Si hubiese querido comunicarse conmigo, lo hubiese logrado. Pero no lo hizo. No me escribió absolutamente nada.
Durante unas semanas lo pasé pésimo y mis amigas se encargaron de apoyarme y tirarme para arriba. Nadie podía creer lo que había pasado. No entendían por qué no había habido una respuesta o un intento de búsqueda por su parte. Pero a principios de febrero me fui de vacaciones con mi hijo, a un descanso totalmente sanador. Lo pasamos muy bien y tuve la oportunidad de reflexionar respecto a lo que había pasado. Estuve rodeada de amor, de risas y de apoyo, y sentí una vez más que era y sigo siendo una mujer increíble.
Con esa seguridad decidí desbloquearlo. No tenía ninguna intención de volver a hablarle, pero no me acomodaba tener a alguien bloqueado en mi celular, me parecía algo infantil. Yo ya estaba bien e incluso me había reído de la situación. No había pasado mucho tiempo, pero sentía que ya no existía ni rabia, ni pena, ni rencor.
El 14 de febrero me mandó una canción que solíamos escuchar juntos y me dijo que me extrañaba. Pero yo no le respondí, porque no sabía aun cómo tomarme ese mensaje. Seguí con mi viaje, me reí de mí misma y la situación que había vivido hasta que una noche soñé con él, que estaba muy mal de salud. Al día después decidí escribirle. Y así, como si nada, retomamos la conversación. Al principio con cautela; habían cosas que yo sentía que teníamos que hablar y no las dejaría pasar.
Cuando volví a Santiago, me buscó mucho y finalmente nos juntamos a conversar. Pero ahora me doy cuenta de que no me pidió perdón y nunca me explicó a qué se había debido su súbita desaparición, su incapacidad de responder mi último mensaje y su distanciamiento progresivo durante el último tiempo. Lo único que me dijo es que se había sentido ahogado, pero que también se había dado cuenta que me extrañaba. Yo le pregunté por qué nunca me había llamado para contarme esto. Pero su respuesta, nuevamente, fue ambigua. Aun así quedamos en que nos íbamos a apoyar siempre. Y así retomamos la relación.
El fin de semana siguiente fuimos a un matrimonio juntos y lo pasamos increíble. Dijimos que nos tomaríamos las cosas con calma, pero ya había decidido darle una segunda oportunidad. Y él parecía estar cambiado. También le advertí que no quería que nos volviera a pasar lo mismo que la otra vez. Pero dicho y hecho. Pasó exactamente lo mismo, y peor. Al poco tiempo, justo antes de que llegara la pandemia a Chile, volvió a desaparecer. De un día para el otro dejó de contestar y no me llamó más. Estuvo totalmente incomunicado durante tres semanas. En ese tiempo yo ya lo tenía más que claro; esta relación no iba hacia ningún lado y no quería pasar por esto de nuevo. Me convencí que esta vez se terminaría.
A las tres semanas, me escribió que había estado internado durante las últimas dos y que me quería mucho. Lo llamé, pese a que me había pedido que no lo hiciera, y le pregunté por qué no me había avisado. ¿Tan poco significaba que no me hacía partícipe de lo que le estaba pasando? Han pasado dos semanas y no he sabido nada de él. En este tiempo he podido reflexionar mucho. Me he dado cuenta de que a veces las cargas emocionales, si no las resolvemos, nos estancan. Y nos inhabilitan de poder relacionarnos de manera sana con los demás. Esas cargas no nos permiten avanzar. Yo entendía que él estaba en esa, pero también entendí que mi labor no es sanarlo.
Pero sobre todo pude entender que las cosas no se dan siempre como las esperamos o como las soñamos. Ya saber que puedo amar a alguien de esa manera es un tremendo regalo. A veces una idealiza las relaciones y, sin querer queriendo, da segundas oportunidades. Siempre pensando en que la persona va cambiar y que retuvo todo lo conversado. Pero finalmente la gente es como es. Y muy pocas veces cambia.
Daniela Paz Muñoz (45) es relacionadora pública.