Crecí en los 90′s, en la cúspide de las boybands, el britpop, el grunge y las Tortugas Ninja. Vi Titanic en el cine, odié la Cherry Coke, fui testigo de la salida de Ginger de las Spice Girls, me impacté con los tres videos de Aerosmith protagonizados por Alicia Silverstone y quise ser Kelly Kapowski. Pero más que la reina de Bayside, la que en verdad me encandiló fue Lelaina Pierce.

La película Reality Bites se estrenó en 1994, pero la debo haber visto el año siguiente, cuando tenía 13, justo empezando la adolescencia. Sabía perfectamente quién era Winona Ryder por Beetlejuice y El Hombre Manos de Tijera, pero nunca había visto a alguien tan cool como cuando se transformó en Lelaina Pierce.

Conocí Reality Bites por su banda sonora. Inolvidable. “Stay” de Lisa Loeb, la versión de Big Mountain de “Baby, I love yor way”, “My sharona”, de The Knack, “All I want is you” de U2. Amaba ese disco y, por eso, sentía que no podía no ver la película. Fue la primera que dirigió Ben Stiller, quien también humildemente interpretó al antagonista en el triángulo amoroso protagónico. Hasta ahora se le identifica como el retrato de la Generación X, esa que abarca a los nacidos entre 1969 y 1980.

Su protagonista, Lelaina, tenía 23 años, acababa de salir de la universidad y estaba dedicada a grabar un documental enfocado precisamente en su generación, retratando la vida de sus amigos, algo que bien poco me importó. Pero hubo otras que se llevaron mi total atención.

Primero: su pelo. Nunca había visto a una mujer tan linda con ese estilo, ese pelo corto chascón, pero perfecto. Segundo: ella cantaba las canciones de ese CD que adoraba, a las dos nos gustaba la misma música. Tercero: su ropa. Me compré una polera sin mangas, parecida a la que usa en la escena en la que echa bencina con esos anteojos increíbles y su boca roja. También me compré en la ropa usada una blusa verde, similar a la suya y que me quedaba pésimo. Una amiga tenía una camisa de mezclilla sin mangas, igual a la que usa en una de las últimas escenas. Me la prestaba seguido, pero me la habría robado encantada.

Además de todo eso, era joven y libre. Ahora me parece evidente que no lo era, pero eso me parecía mientras la veía fumando, manejando, sin cinturón de seguridad, bailando y cantando “Tempted” con Vicky, su mejor amiga.

Y también estaba Troy: Ethan Hawke en su mejor momento. Cómo no iba a ser fantástica Lelaina si, además de su estilo y belleza, un hombre así de hermoso, exageradamente atormentado, existencialista forzado, fumador y pesado pero sensible, la miraba con esos ojos. A mi edad él personificaba el hombre más atractivo, aunque claramente derrochaba drama innecesario, inteligencia cliché, look desgarbado y una cara perfecta.

Y es que Troy era el accesorio ideal para hacerla aún más espléndida. Especialmente cuando la derrite a ella (y a mí) con sus ojos llorosos, llenos de amor, rogándole que lo quiera. Insoportable. Y Lelaina (y yo) caíamos redonditas. Seguro que esa relación fue un desastre de no más de tres meses.

Lelaina quería “marcar una diferencia”, como confiesa en su documental. Tenía esa inocencia que caracteriza la búsqueda de la identidad, un proceso evidente a mis 13 años y desesperadamente disimulado a sus 23, recién saliendo de la universidad. Obvio, de todo esto me doy cuenta ahora, porque en su momento me parecía que ella se metía al bolsillo a todos en un mundo injusto, que no valoraba su creatividad y que incluso la corrompía. Clave recordar el adelanto de su documental, cuando básicamente lo habían transformado en The Real World, el primer reality show de nuestros tiempos. Un clásico de clásicos del MTV de los 90′s y, por supuesto, una ordinariez comercial para mí y para mi heroína.

A los 13 años no sabía nada, pero puedo decir que hace poco volví a ver la película y me hizo sentido la admiración que sentí en mi pubertad. Incluso me enorgullece. A pesar de la confusión intrínseca de Lelaina y sus contemporáneos, sigo viendo en ella un personaje que genuinamente busca ser un aporte, que quiere expresarse y que mantiene una ingenuidad involuntaria que, aunque sea una paradoja, la hace lúcida en varios aspectos como en su lucha por no ser pervertida por un establishment, en el que no sabemos si después se sumergió.