Me enamoré por Zoom
"Sabía poco y nada respecto al mundo de las citas online. Tenía una vida social activa, iba a la universidad y no había sentido la necesidad, ni la intriga, de buscar compañía en el espectro virtual. Recuerdo, eso sí, que hace alrededor de 10 años, cuando se hicieron más comunes en Chile las páginas de citas online, escuché a una amiga de mi mamá hablar de que había conocido a alguien. “Creo que me gusta mucho”, dijo. A lo que mi mamá le respondió: “¿Cómo puedes saberlo si nunca lo has visto?”.
Hasta ese minuto, había estado escuchando la conversación a lo lejos, mientras preparaba el almuerzo que me llevaría al día siguiente a la universidad. Tenía 23 años y estaba estudiando kinesiología. Y mi mamá, recién separada de mi papá, se había juntado a conversar con su amiga. Ella le relataba su experiencia: luego de un sinfín de conversaciones inútiles, había dado con el indicado. Mi mamá, un poco más reticente, le transparentaba sus inquietudes. “Creo que no me resultaría, me gusta conocer a alguien y mirarlo a los ojos”, decía.
En ese entonces había leído un reportaje que planteaba que en Chile había algo como siete millones de solteros y, de esos, 765.000 eran usuarios de páginas de citas por internet. Las primeras habían llegado a Chile el 2005, pero ya en 2008 –el reportaje era del 2010– estas plataformas contaban con muchos usuarios. Me pareció interesante, entonces, saber la experiencia de la amiga de mi mamá y le pregunté cuándo lo iba a conocer en persona.
Ella me dijo que no lo tenía del todo claro. Pero que había algo fascinante, que no sabía cómo explicar, en el hecho de hablar con alguien por internet. “Es como si, durante un tiempo, puedes ser la persona que quieras”, me dijo. “¿Pero qué pasa si cuando se conocen se decepcionan?”, le pregunté yo. “Hemos hablado tanto que aunque no nos conozcamos presencialmente, hemos dado a conocer otras dimensiones de quiénes somos. Dimensiones que quizás de manera presencial ni siquiera se pueden mostrar. Cuando nos veamos físicamente, la emoción propia de la espera y el poder concretar el diálogo que hemos ido construyendo va superar cualquier otro sentimiento”, me respondió.
Esa reflexión me acompañó a lo largo de 10 años. Pero por alguna razón nunca recurrí a las páginas, que luego se transformaron en aplicaciones. Tampoco nunca supe en qué quedó ese encuentro, porque nunca más vi a esa amiga de mi mamá. Pasaron los años, viví un tiempo en Santiago y luego volví a mi natal Antofagasta a trabajar. Pololeé durante un tiempo largo y en agosto del año pasado terminé.
Hace tres meses, cuando se declararon las primeras cuarentenas en el país y los contagios en Antofagasta aumentaron de manera vertiginosa, decidí finalmente bajarme Tinder. Fue un acto totalmente impulsivo, nunca antes considerado. Pero confieso que la idea había estado rondando en mi cabeza desde hace unos días. Incluso se lo comenté a una amiga que era usuaria y ella me dijo “qué raro escuchar eso de ti, nunca has querido meterte a estas aplicaciones”.
Sin darle muchas vueltas, lo hice. Y cuando vi que la aplicación se terminaba de descargar en la pantalla del celular, pensé en la amiga de mi mamá. Me invadió un nervio y una emoción, cual cabra chica que se despierta la mañana de Navidad para ir a abrir los regalos. Esa misma tarde, luego de cerrar el trabajo, me metí a navegar. Recuerdo haber deslizado hacia la izquierda muchas veces. Nadie me convencía, las descripciones no decían nada y cada vez que encontraba a alguien mínimamente atractivo pensaba “¿pero cómo voy a aprobar a alguien solo por sus apariencias? Sin escucharlo, sin saber lo que piensa”. Llamé a mi amiga y le dije que esto no era para mí. Me dijo que me relajara, que Tinder no era para encontrar al amor de tu vida, que era un juego y que había que tomárselo como tal. Más aun en estos tiempos de angustia e incertidumbre”.
Le hice caso y volví a abrir la aplicación. Y ahí estaba. Matías. 31 años. Abogado. Amante del rock psicodélico y los libros de Kawabata. Eso decía su descripción. No era ni tan particular, pero algo en esos gustos me llamaron la atención. Además de que ninguno de los que había visto antes tenía en su descripción algo relacionado a la literatura. Yo, de hecho, tampoco me había puesto algo así porque, siguiendo las sugerencias de mi amiga, lo que sumaba puntos en esta aplicación eran las fotos bien hechas y descripciones divertidas.
Después de su descripción –confieso que tuve que googlear a Kawabata– me fijé en sus ojos. Cafés y profundos. Grandes. Y con ojeras. Después, ya con más calma, me di cuenta de que lo había visto antes. Había estado con él en una fiesta de Año Nuevo en Santiago, y me había regalado un cigarro. Estaba segura de que era él. Porque esos ojos eran inconfundibles. Eso fue suficiente para deslizar a la derecha. Me puse tan nerviosa que solté el celular y me acosté en la cama, como si fuese una adolescente. Esperé con muchas ansias. Pero también me di un poco de vergüenza y decidí no pescar un rato el celular.
Al día siguiente me llegó un mensaje. “¿Nos conocimos en Año Nuevo, cierto?” También se acordaba. Y también se había dado cuenta. Con las nueve fotos que me había obligado a subir mi amiga, porque me había dicho que había que completar todas las posibilidades y yo le hice caso. Le respondí que sí y le pregunté cómo se había acordado. Me puso “porque te busqué después, pero no te encontré”. Desde ese minuto no dejamos de hablar.
A la semana, luego de contarnos nuestras vidas, nuestros miedos, lo que creíamos que iba a pasar en el futuro cercano y compartir libros, series y recomendaciones varias, fijamos nuestra primera cita por Zoom. Volví a pensar en la mamá de mi amiga. Había sido muy honesta con él, pero qué pasaría si en este encuentro un poco más presencial –aunque a través de una pantalla– nos enfrentábamos a algo que no nos terminaba por convencer. Chatear día y noche es una cosa. Uno puede pensar las respuestas. Con cámara no hay tiempo para pensar, es todo mucho más espontáneo. Pero me confié. Habíamos hablado con tal naturalidad que no podía salir mal.
Decidí ser fiel a mi estado de esos días y no me arreglé tanto. Sí me puse un poco de labial rojo y me serví una copa de vino. Él también tenía una. Prendimos la cámara, respiré profundo y acción. Si nos iba mal, habría que improvisar. Por último, pensé, sería un nuevo amigo. Esa noche conversamos tres horas seguidas. Tuvimos que pasarnos de una plataforma a otra, cortar entre medio, él incluso bajó a pasear a su perro por 15 minutos y cuando volvió seguimos conversando. Hablamos de la noche que nos conocimos y de lo raro de todo esto. En un momento, incluso, nos reímos de la situación. Fue todo hermosamente raro. Le confesé, también, que yo no era de tener estas aplicaciones y que había recurrido a esta en un afán de liberación y acto impulsivo. Él me dijo que la usaba hace un tiempo y que había salido con varias personas, pero que nunca había enganchado tanto.
Esa noche me fui a dormir muy extrañada. Estaba emocionada por un lado, pero por otro lado estaba confundida. ¿Se podía tener tanta química con alguien por un par de conversaciones virtuales? No lo sabía, y aun no lo sé. Pero eso estaba sintiendo al menos. Han pasado tres meses y hemos dado paso a una dinámica de conversaciones profundas, citas y confesiones, todo a través de WhatsApp, llamadas y video conferencias. Hace dos semanas nos dijimos que estábamos felices de habernos conocido y de todo lo que hemos compartido. Dijimos que no veíamos la hora de vernos, abrazarnos y tocarnos.
Él está en Santiago y yo en Antofagasta. Ambos siguiendo la cuarentena estricta. Ambos conscientes de lo que nos está pasando. Nos buscamos, nos queremos y nos gusta disfrutar de nuestra compañía, aunque sea a través de una pantalla. En este tiempo hemos conversado todo lo que hubiésemos conversado en persona. O quizás más. Porque hay algo en el estar distanciados pero juntos, que te obliga a dar más de ti. Aunque sean otras dimensiones, como me dijo aquella vez la amiga de mi mamá.
Aprovechamos cada llamado para hablar, para conocernos más y para aliviar nuestras incertidumbres. Porque no sabemos cuándo nos vamos a ver y tampoco sabemos qué va pasar. La verdad es que nadie sabe qué va pasar, entonces me parecería narciso contar con respuestas respecto al futuro. Pero por mientras, sabemos que queremos acompañarnos, de la manera que sea posible".
Constanza Peña (33) es kinesióloga.
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