Mi familia, al igual que todas las de padres separados, está divida en dos polos. En el primero se encuentra mi mamá y mi hermana. Y en el segundo está mi papá y otros tres hermanos. Uno de un primer matrimonio y otros dos de un tercero. En total somos cinco hermanos y nosotras formamos parte de la segunda relación de mi papá.

Así de enredoso como suena, terminó siendo su desenlace. Luego de una serie de eventos desafortunados –que me estremecen hasta el día de hoy– mi núcleo familiar se redujo solo al de mi mamá. Es decir, ella, mi hermana y yo. Con el resto mantengo el contacto, pero obviamente no existe esa cotidianidad propia de una dinámica familiar. A mis hermanos los veo una vez al año y a mi papá, dependiendo de la época, cada un mes. Ahora, no nos vemos hace cinco.

Desde chica que me declaro una mamona. De hecho, durante mi infancia tuve que pasar varios años en terapia entendiendo que separarme de ella solo dos fines de semana al mes, no significaba perderla para siempre. Y es que aunque tengo la fortuna de que nunca se me haya muerto un familiar, viví la pérdida de mi papá y mis hermanos de otra manera. Un día éramos una familia que tenía un lugar donde poder reunirse, y al otro todo eso desapareció. Tuvieron que irse a Argentina por varios años y a la vuelta nada era como antes. Eso que tuve, había muerto.

A raíz de ese episodio -que ocurrió cuando yo tenía diez años-, forjé una dependencia mucho más fuerte con mi mamá. Ella con mi hermana pasaron a ser todo lo que tengo. Y ese miedo a la pérdida se fue exacerbando. Prefiero que me pase algo a mí antes que imaginarme la vida sin ellas.

A mi mamá la admiro profundamente. Ella hizo lo mejor que pudo con nosotras dos. Se separó de mi papá cuando tenía 27 años, mi hermana un año y yo seis meses. Se derrumbó su proyecto de vida, sin embargo, nunca se dio ni siquiera el tiempo para deprimirse. Tampoco sé si eso está bien, pero al menos ayudó mucho a que nosotras pudiésemos crecer en un ambiente de contención, del que probablemente ella no sabía mucho. Y es que mi abuela, luego de enviudar con seis hijos chicos, crió de una forma bastante dura y distante.

Pienso que por eso mi mamá no es muy de piel. Si bien las tres somos súper unidas, nos incomoda abrazarnos y decirnos cuánto nos queremos. Pero nos demostramos el cariño de otra manera. Somos muy de conversar las cosas que nos pasan. Si hay algo que me incomoda, sea lo que sea, tengo que contárselo. Y es que si no lo hago, mi mamá con su brujería puede descifrarlo. Me conoce tan bien, que sabe perfecto lo que me pasa por la mente, por mucho que algunas veces trate de disimularlo.

A pesar de lo unidas que somos, también hemos tenido nuestras peleas. Y muchas. Yo nunca fui de llevarle la contra cuando adolescente –a diferencia de mi hermana– pero siento que tuve una reacción un poco tardía. La verdad es que ahora tenemos más roces que antes. La mayoría de nuestras discusiones comienzan por sus exigencias. Porque mi mamá fue súper estricta con nosotras por miedo a que cometiéramos sus mismos errores y esa es una dinámica que igual se sigue manteniendo. Lo bueno es que aprendimos a ponerle límites. Yo creo que también lo hace como una manera inconsciente de ejercer control. Y es que las apuestas porque lo hiciera bien como mamá soltera eran bien pocas y para que no nos descarriláramos, crió ‘hijas del rigor’, como nos llama ella. Pero no la culpo. Sé que intentó hacerlo de la mejor manera posible.

Ahora seguimos viviendo juntas, aunque sé que es momento de independizarme. Sin embargo, hay una parte de mí que no quiere dejar esta etapa. Estoy tan acostumbrada a que seamos las tres, que intento aferrarme a eso. Pero me consuela saber que, vaya a donde vaya y pase lo que pase, siempre voy a tener un lugar donde regresar. Y ese lugar es mi mamá".